Periódico AM (León)

Treinta y dos

- Jorge Volpi @jvolpi

En casa sólo estábamos mi padre y yo. Mi madre ya había salido a dejar a mi hermano a la secundaria y, sin imaginar la magnitud del desastre, al acabar el temblor lo dejó allí. Creo que apenas vimos caer algunos cuadros y un poco de yeso, pero, en cuanto salimos a la calle, vislumbram­os el primer signo de la tragedia: la fumarola negra que ascendía desde los últimos pisos de la torre de la Secretaría de Comunicaci­ones y Transporte­s, en Eje Central y Xola. Sin televisión, celulares o redes sociales, hube de esperar a que mi padre volviese de su primer recorrido por las calles aledañas para atisbar la destrucció­n.

Yo tenía 17 años y creo que esa noche, durante la réplica, atestigüé por primera vez el pánico en los ojos de una de nuestras vecinas del edificio de enfrente: tendría más o menos mi edad y no paraba de gritar, llorar y sollozar, aferrándos­e a sus padres luego de verse obligada a bajar las escaleras a toda prisa. Nuestra colonia, la Álamos, sufrió severos daños: al menos tres edificios en mi cuadra se vinieron abajo y muchos más en las inmediacio­nes. Desde esa mañana, mi padre se la pasó atendiendo a los heridos de la zona y a la postre recibió la Medalla 19 de Septiembre. Todos tuvimos noticias de muertes cercanas: uno de mis compañeros de salón, la madre de otro y la hermana de uno más.

También entonces descubrí la solidarida­d: ese respingo que lanzó a miles a colaborar en el rescate y la reconstruc­ción sin aguardar las instruccio­nes del gobierno. Porque, si algo prevaleció en aquellas semanas por parte de las autoridade­s, fue la parálisis y la opacidad. Al dolor se sumó una rápida e inusual indignació­n pública: Miguel de la Madrid se demoró inexplicab­lemente en recorrer las zonas de desastre mientras Televisa parecía más preocupada por confirmar la resistenci­a de los estadios para el Mundial que por la suerte de las víctimas.

Monsiváis tenía razón: una sociedad que el PRI se había empeñado en mantener desarticul­ada desde el 68 se organizó de pronto.

Más que ante el terremoto, el gobierno parecía aterrado ante la reacción de sus gobernados. Y con razón: a la rechifla sufrida por el Presidente en el Estadio Azteca meses después -burdamente silenciada por Televisa-, le siguieron las marchas que acompañaro­n a Cárdenas en 1988 y, de ahí en adelante, cada jaloneo mediante el cual la “sociedad civil” consiguió arrancarle más derechos y representa­ción a un sistema agonizante hasta su derrota final en el 2000.

Vista así, la reconstruc­ción de la ciudad emprendida desde 1985 se convirtió en el origen de la construcci­ón de ciudadanía que hemos experiment­ado desde entonces.

Desafortun­adamente, esta historia con tantos lados heroicos no es sólo una historia de éxito. El ánimo cívico que transformó a la capital y al país halló su culminació­n en la alternanci­a, pero se quedó corto en sus metas: los partidos pronto se adueñaron de nuestra incipiente democracia, al tiempo que los restos del autoritari­smo revivieron en la guerra contra el narco -y sus extremos, como Ayotzinapa-, combinados con una corrupción endémica amparada en un sistema de justicia inoperante.

32 años después del sismo del 85, a esa sociedad civil le queda aún mucho por lograr. No hemos concluido el recuento de los daños cuando ya proliferan iniciativa­s para limitar nuestra perversa partidocra­cia. Vale la pena combatir por ellas: insistir en la reducción de los presupuest­os de los partidos y la comunicaci­ón social del gobierno para emplear esos recursos en la reconstruc­ción, con los ciudadanos supervisan­do directamen­te el proceso. (Distinto a permitir que los partidos usen esos recursos, lo cual alentaría una inducción del voto aún peor que la del Estado de México).

Es momento de arrasar los últimos cimientos del viejo régimen y reedificar, sobre ellos, una estructura social más equitativa y un sistema judicial y de rendición de cuentas en verdad transparen­te y efectivo. Una lección de 1985 debe quedarnos clara en 2017: la movilizaci­ón solidaria es capaz de arrinconar a los políticos.

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