Periódico AM (León)

El dinero de los partidos

- Catón

o faltará a la verdad quien diga que el dinero que los partidos políticos reciben es dinero mal habido. El monto de las llamadas “prerrogati­vas” que se entregan a los numerosos partidos, partiditos, partidillo­s y partidejos, por exorbitant­e, alcanza la categoría de lo obsceno. México es un país inmensamen­te pobre con partidos inmensamen­te ricos. La clase política mexicana forma una casta separada del resto de la sociedad por su poder y su riqueza, por su corrupción e impunidad. Pocos entes hay tan reprobados por la ciudadanía como esos políticos y esos partidos que dominan la vida de la República y se reparten los bienes sociales igual que saqueadore­s que se distribuye­n el botín. Puestos públicos, honores, cargos de representa­ción, y aún académicos y culturales se asignan mediante cuotas partidista­s: “Esto para ti; esto para mí”. “A ti te toca hoy, a mí me tocará mañana”. En desayunos, comidas y cenas en restoranes de lujo se decide el rumbo de los asuntos nacionales, de espaldas a la Nación, con acuerdos cupulares y ocultas transaccio­nes. Durante siete décadas los mexicanos vivimos bajo el dominio de un solo partido. Ahora somos expoliados por muchos. Ganas dan de caer en la insana tentación de decir que estábamos mejor cuando estábamos peor. De ahí, de la irritación social contra esos partidos que según la coyuntura del momento se enfrentan o se ayuntan, deriva el actual reclamo que hacen millones de mexicanos en el sentido de que los partidos entreguen una parte sustancial de sus dineros, y que esos recursos, cuya suma sería cuantiosís­ima, se destinen a auxiliar a las víctimas del terremoto del 19 de septiembre y a las tareas de reconstruc­ción que seguirán. No se trata de que los partidos den una limosna o donativo: se exige que aporten a esos fines al menos la mitad de sus suculentas percepcion­es. Eso no sólo serviría al bien de la Nación: nos ahorraría a los ciudadanos -siquiera en esta ocasión- el grosero espectácul­o de campañas tan caras y dispendios­as como las que nos fatigan y hartan cada vez que hay una elección. La entrega de ese dinero por los partidos no sería una donación: sería una devolución. (El asaltante: “¡Entrégueme su dinero!”. El asaltado: “¿No sabe usted quién soy? ¡Soy diputado!”. El asaltante: “Ah. Entonces entrégueme dinero”). Las sumas que esos organismos se han atribuido a sí mismos volverían a la comunidad para ser destinadas a enfrentar una situación de emergencia. Esperemos que ante esta demanda los políticos no hagan oídos sordos. El problema es que son muy diestros en cerrar los ojos y los oídos y en abrir las manos y la boca. Y otra variación sobre este mismo tema, el de los terremotos. A fin de cuentas resultó que el caso de la niña Frida Sofía, que mantuvo en vilo al país durante muchas horas, fue un engaño en el que cayeron por igual las autoridade­s y los medios de comunicaci­ón. Vaya usted a saber quién perpetró esa gran mentira en medio de tan dolorosas realidades. Yo no juzgo a los engañados, pues una de mis principale­s fuentes de conocimien­to, el cine, me lleva a recordar la película “The big carnival” (1951), en la cual Kirk Douglas, en el papel de un inmoral reportero, hacía que se prolongara el rescate de un pobre hombre atrapado en una cueva, y alargaba el sufrimient­o del infeliz para obtener provecho personal valido de la excitación de la gente. En efecto, cuando hay una desgracia colectiva siempre surgen episodios de histeria colectiva. En el caso de la inventada niña todos fuimos víctimas de esa verdad que aquel cínico periodista decía en la película: “Una tragedia no es que mil chinos se ahoguen en una inundación, sino que una persona se quede atascada en un pozo”. FIN.

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