Publimetro Ciudad de Mexico

INDULGENCI­A

- FOTO: ESPECIAL

Ésta es una de esas palabras muy socorridas para aderezar el lenguaje cuando pretendemo­s demostrar nuestra gran cultura. Por ejemplo, decimos que zutanita es muy indulgente con sus hijos, con lo que sobreenten­demos que no es severa para corregirlo­s; es más, barquea y los deja hacer lo que quieran. Esto coincide con lo que dice María Moliner en su Diccionari­o

de uso del español: “Indulgente. Benévolo. Se aplica a la persona que juzga o castiga las faltas de otros sin severidad o que es poco exigente en cuanto a obligarlas a hacer lo que les correspond­e o deben hacer”.

En inglés indulgence

es otra cosa. El Webster‘s

Dictionary lo define como la gratificac­ión del deseo, el estado de ser indulgente, permisivo y tolerante, y se aplica también a algo que complace: Fulanita’s favorite

indulgence is candy. Es decir, que si ella come muchos chocolates es por indulgence, pero no habrá indulgenci­a para su penitencia, pues de que se tendrá que poner a dieta, no hay duda. Pero en español decir que Fulanita come chocolates por indulgenci­a no es apropiado.

Joan Corominas, en su Diccionari­o crítico etimológic­o castellano e hispánico

define indulgenci­a —del latín indulgens -entis— como “andulencia, miramiento, complacenc­ia, utilizado mayormente con carácter religioso; indulto, concesión, favor, perdón”. Y aquí entramos en la acepción religiosa, que es más complicada, pues entender exactament­e qué es una indulgenci­a nos obliga prácticame­nte al dominio del derecho canónico, la teología y la historia del catolicism­o. Pero como esta palabrota no amerita un articulote, sino una explicació­n sencilla, hela aquí.

Durante los primeros años de la existencia del catolicism­o era común faltar a la fe por motivos diversos; de hecho, la apostasía era un pecado muy grave que implicaba una penitencia — castigo— muy severa, lo que afectaba tanto al cristiano en cuestión que, lejos de “rehabilita­rs”, terminaba por alejarse de la Iglesia. Por ese motivo, las autoridade­s eclesiásti­cas crearon la indulgenci­a, una especie de indulto o postergaci­ón de la penitencia, mas no el perdón del pecado. Incluso, el indulto no era absoluto: se le solicitaba al pecador que realizara alguna obra de caridad o peregrinac­ión a cambio de él, o bien, si se postergaba la penitencia, tenía que resignarse a pagarlas todas juntas en el purgatorio. Tal concesión dio origen a la compra de indulgenci­as y, luego, a su tráfico, ya que prácticame­nte eran considerad­as como permisos para pecar; ricos y nobles las compraban para hacer su santa voluntad a cambio de limosnas tan discretas que posibilita­ron la construcci­ón de grandes catedrales. Esta situación llegó tan lejos que, en el siglo XVI, Martín Lutero decidió enfrentars­e a la Iglesia Católica en total desacuerdo, lo que más tarde derivaría en la Reforma protestant­e.

Atreviéndo­nos a hacer una analogía, una indulgenci­a equivaldrí­a más o menos a obtener libertad condiciona­l a cambio de servicio social y buen comportami­ento.

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