#YoTambién: Mi primer acoso laboral
Tras el escándalo de acoso sexual por parte del productor de Hollywood, Harvey Weinstein, miles de mujeres en todo el mundo relataron sus historias, ésta es una de ellas
Sobreviví a más eventos hostiles a lo largo de mi vida de los que puedo recordar. Supongo que es parte de la saludable memoria selectiva que nos hace seguir confiando en el mundo.
Cuando leí el hashtag #YoTambién, me horrorizó ver que la mayoría de las chicas habían pasado por ese trago incluso antes de la pubertad: miradas lascivas camino a la tienda, una nalgada en la parada del autobús, arrimones en el metro o “piropos” agresivos a la salida de la escuela. A mí nunca me pasó nada similar. Si bien puede ser que haya omitido las miradas —siempre he caminado en las nubes, inmersa en mis pensamientos; ahora ya no— o ignorado los piropos que sí llegaban a gritarme, nunca me pasó nada fuerte hasta pasados los 25, la primera vez que me dio una nalgada un tipo que pasó en bicicleta.
La ira que hirvió en mi cerebro esa vez fue algo que jamás había sentido hasta ese momento. La noche que apenas caía, a pocas cuadras de mi casa, la impotencia de que me hayan sorprendido por la espalda, la bicicleta silenciosa, el manotazo certero y la huida impune me hicieron gritar furiosa intentando alcanzar al ciclista: “Hijo de la chingada, ¡pendejo!” No conseguí nada, sólo la garganta rasposa y las mejillas rojas, mojadas de lágrimas de rabia. La segunda vez que me sorprendieron iba caminando con una bolsa de ropa, en pleno día, y sólo sentí una mano en mi hombro derecho y otra en el trasero. Con las manos ocupadas por la bolsa de ropa no pude reaccionar. Ni siquiera gritar. Cuando me rebasó, en cuestión de segundos, alcancé a ver que era un niño de no más de 15 años. Tiré todo, otra vez grité todo lo que pude. Nadie me escuchó. No sirve de nada gritar. La invasión ya se hizo y ya no me siento segura caminando sola, nunca más.
Esto fue en el espacio público, en la calle, y lo que vi vulnerarse fue mi integridad física y mi paz. Ahora llevemos esta sensación a un plano laboral. A ese ambiente donde, en teoría, hay reglas de respeto y uno puede desenvolverse como profesional, más allá del género. Desde los 22 años, cuando salí de la universidad y empecé a desempeñarme como analista de sistemas, mis primeros trabajos no tuvieron jefes déspotas, compañeros mirones o condiciones sumamente desiguales. O si las había, yo no las notaba. Había desconocidos que jamás me habían saludado pero que iban a mi lugar a hacerme charla los días que llevaba vestido, y yo pensaba “bueno, eso debe ser un halago”. También había miradas, muchas miradas, pero yo pensaba: “no pasa nada, tampoco es que me estén insultando”.
A nueve años de haberme graduado, encontré un trabajo donde finalmente pude dar el salto de programadora a project manager. Estaba muy orgullosa de haberlo hecho por mis propios méritos, es decir, sin un contacto que me haya recomendado. “Sólo mi currículum”, pensaba. Me habían dado la oportunidad de liderar proyectos cross-business, de aprender sobre metodología de gestión de proyectos y hacer carrera. Estaba muy contenta con ello. Mi jefe parecía ser un hombre de mundo, con mucha experiencia y buena disposición para trabajar en equipo.
El primer año todo estuvo bien, pero poco a poco empecé a notar ciertas actitudes en mi jefe que no me encantaban. Cuando íbamos a comer en grupo se la pasaba alardeando de que durante mucho tiempo tuvo dos novias y todos los demás hombres, incluso su jefe, mi director, le festejaban la gracia. Un par de veces me invitaba a que comiéramos solos y no veía nada malo en eso, pero después de sus comentarios misóginos hacia otras chicas del tipo “Genoveva se viste muy sexy, más que Genoveva debería ser GenoBaby”, empecé a evitarlo.
Paralelo a esto, cuando le decía que no me podía quedar tarde porque perdía mi autobús de regreso a mi ciudad, era común que me contestara “pues que te lleve tu novio, ¿no?” Yo ignoraba el tono agresivo de esos comentarios y hacía de cuenta que no se había dicho nada.
Francamente me sentí molesta con sus comentarios desubicados cuando le comenté que iba a estar unas horas fuera de mi lugar para ir a un curso de finanzas personales, y me contestó con sorna: “¿Finanzas personales? Pues mejor cásate, ¿no?”. No teníamos ni la confianza ni la amistad para ese tipo de comentarios, y verdaderamente me enojó muchísimo el tono sobrador de su respuesta. Yo le estaba informando sobre algo que para mí era serio y él me respondía burlándose. Sobra decir lo ofensiva que me resultó la implicación de que, a pesar del hecho de ser profesionista con experiencia laboral y maestría en administración, se me diga que por ser mujer la mejor forma de resolver mis finanzas es confiándoselas a un hombre.
“Ese vestido te queda muy bien, deberías venir así más seguido”