LA SANGRE LLAMA
El dicho popular “la sangre llama” tiene un significado muy profundo y una traducción sumamente interesante desde en el ámbito científico. La genética que avanza a pasos agigantados va descubriendo más funciones del maravilloso ADN que evidencian que este se asemeja más a un dispositivo dinámico y cambiante, que sólo a un mapa inamovible. Esta característica de plasticidad nos permite concebir al ADN como un capacitor biológico que recibe y emite información, es decir, introducir y generar formas fundamentalmente geométricas, cuya composición depende en gran medida de la química generada por lo que pensamos y sentimos. Imaginemos entonces la cantidad de in-forma(s)ciones que se imprimieron como imágenes holográficas en la historia de nuestros ancestros. Eso que se hereda no es sólo una predisposición de genes, sino más allá, un cúmulo incalculable de datos que se fueron registrando a lo largo de la vida de una persona; por lo tanto no nos parecemos únicamente en el aspecto físico, en los rasgos, en esa combinación perfecta entre papá, mamá, abuelos, y tíos, sino también en las características emocionales e intelectuales, es por eso que a veces desde muy corta edad se pueden apreciar comportamientos tan parecidos. En fin, que el decir que la pertenencia a nuestro clan familiar es únicamente biológica es sumamente acotado porque al parecer son muchos más los vínculos que sostenemos, y más revelador aún: en especial el tipo de datos o información con la que resonamos y cuyo magnetismo nos convocó a una experiencia de vida juntos. De aquí que se sustenta la idea new age de que en un nivel que no alcanzamos aún a comprender, somos nosotros quienes elegimos a la familia que nos dará cabida en este mundo. La sangre llama no sólo porque desde nuestra parte animal la genética nos entreteja para la supervivencia, sino porque en una dimensión sumamente profunda compartimos las formas de pensar, de sentir y de ser, las predilecciones, los objetos y sujetos del deseo; con sus variantes, claro, pero compartimos aquello que nos inspira, que nos hace vibrar, que nos hace soñar, y también eso que venimos a aprender, las consecuencias de nuestros errores, la oscuridad que hemos sembrado y que viene de vuelta. Algo de lo más apasionante de estas nuevas visiones de la genética es justamente la revelación de que estamos entrelazados en la biología, pero que tal vez la premisa cambie y no sea -como tradicionalmente lo hemos creído en el mundo occidental- que recibimos la formación primigenia únicamente de los genes y de lo que se aprende en el seno de la familia, sino que el código intrínseco a nuestro ser encajó como llave maestra dentro de ese núcleo y por lo tanto no sólo se nos programa sino que nuestro software es completamente compatible para correr en ese sistema operativo llamado familia. La sangre llama porque hace un tremendo eco en la esencia misma de lo que somos y de este modo ya sentimos familiaridad antes de ser familia. Por eso los lazos que nos unen con quienes directamente compartimos la genética son increíblemente poderosos, y cuando logran convertirse en relaciones luminosas en donde se han superado pruebas, se libran batallas, se aprenden lecciones, y hay cabida para el perdón, para la reconciliación, para el reconocimiento, para la admiración, para el respeto, para la unión.