SUICIDIO, TRISTEZA EN SILENCIO
Al parecer, en las últimas décadas los seres humanos nos hemos ido sintiendo más solos, más exigidos, obligados a cumplir expectativas inalcanzables, retándonos en ambientes ferozmente competitivos. Lo cual ha colaborado a aumentar una de las tristezas de este mundo, me refiero al suicidio.
La misma Organización Mundial de la Salud (OMS) señala al suicido como un grave problema de salud pública, entre otras razones por cuánto afecta la pérdida a familias y amigos.
El Inegi nos dice que en 2016 ocurrieron 6 mil 291 muertes por suicidio. Es decir, 5.1 suicidios por cada 100 mil habitantes. Un tasa ligeramente menor a la registrada en 2015 y 2014.
Recientemente se presentó en España un estudio muy interesante, coordinado por el Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas, el cual señala que uno de cada diez universitarios ibéricos tiene ideas suicidas el primer año de carrera.
Es entendible. Quienes lo hemos vivido comprendemos que, especialmente los primeros semestres de la universidad, implican una exigencia, cambios sociales y emocionales que generan grandes cargas de estrés.
Además, el ímpetu propio de la juventud también es un factor que influye la estabilidad emocional. Los jóvenes de 20 a 29 años presentan las tasas más altas de suicidios.
La misma estadística nos dice que es una etapa de la vida en la que especialmente influyen, entre otras circunstancias, los problemas familiares, amorosos, la depresión y la ansiedad, el abuso de alcohol y drogas. Ojo, mucho ojo con esos detonantes.
Los profesionales especializados en el suicidio también nos han mostrado que, por lo general, hay una evolución en las conductas que derivan en el suicidio.
Primero la desesperanza, que es pensar que en el futuro la vida se pondrá peor. Después, cierto tedio y una paulatina disminución del valor de la vida; es decir, cada vez importa menos morir.