INFELICES EN UN MUNDO FELIZ
Con dificultad la gente acepta o comprende el sufrimiento de los demás. No importa la edad ni el sexo, ni siquiera la cercanía o lejanía en la que estén los afectos que se tengan para con el otro.
En los últimos años ha habido una campaña intensa acerca de la importancia de que todos, sin excepción y sin tomar en consideración sus circunstancias, se ubiquen de manera permanente en un estado de felicidad. Así que no solamente las y los niños deben suprimir sus sentimientos para “no dar lata”, sino que también ahora los jóvenes y los adultos deben guardar para sí sus no tan favorables estados de ánimo.
Frases como “no importa lo que te pasa, sino cómo interpretas lo que te pasa”; “la felicidad está dentro de ti mismo”; “hay que ver el vaso medio lleno, no me dio vacío” y la que corona con broche de oro: “aléjate de la gente ‘tóxica’”, han coartado la verdadera libertad de expresión de muchos.
Hay cursos, diplomados, estudios superiores y universidades de prestigio que enseñan a las personas a “ser feliz”. Hay quienes afirman que “la felicidad es una elección, que es la decisión de escoger actitudes y comportamientos que te hacen sentir mejor todos los días”.
Abundan consejos para ser feliz: enfócate en el presente; rodéate de personas positivas; haz ejercicio; haz favores; “diviértete; medita; come sanamente, practica la gratitud, etcétera.
Así que quien no sea feliz, además de vivir su infelicidad, será mal visto ante la sociedad y se convertirá en alguien sin capacidad para asumir o crear una actitud positiva, un bienestar o un camino de felicidad. Como si la vida no estuviera llena de contrastes, incertidumbres y contradicciones, como si ésta no fuera suficientemente dinámica y compleja.
Sucede que para ser feliz no solamente se requiere un pensamiento positivo u optimista, sino que además influyen otros elementos, desde factores externos, como el lugar en donde se vive; los niveles de inseguridad a los que se está expuesto; la situación económica que permita o no cubrir las necesidades básicas; las relaciones y satisfacciones sociales, hasta los factores internos como la salud física y mental, el estado civil y el tener o no hijos, entre otros más.
Entonces, se presenta una paradoja que tendría que resolverse. Por una parte, mucha gente está: sufriendo, enferma, con problemas familiares, sola, divorciada, con los hijos rompiendo los límites geográficos viviendo lejos de casa, con grandes dificultades y esfuerzos para no perder el escalón que ocupan en su nivel socioeconómico. Pero, por otro lado, quienes están a su alrededor hacen lo posible para evitar hacer frente a cosas y personas que les duelen o no les gustan; en una especie de neurosis de negación, según el psicólogo cognitivo Rafael Santandreu, en el que se reduce el nivel de empatía con el fin de no sufrir, o para no comprometerse o no abandonar ese mundo de felicidad que se persigue a toda costa.
Así es que nadie quiere convertirse en alguna de esas personas “tóxicas” a las que todos evitan, pero entonces, hombres y mujeres están enterrando sus miedos, sus emociones y sus sentimientos.
¿Dónde refugiarse entonces del dolor y del sufrimiento, si no es entre los brazos de la familia y los amigos? ¿A quién contarle los miedos, las angustias, la incertidumbre que la vida ofrece? ¿Cómo podemos conocer a las personas que tenemos a un lado si no escuchamos lo que en realidad sucede al interior de sus mentes y de sus corazones? Quizá por este distanciamiento entre la realidad y el mundo feliz ficticio que se nos ha obligado a crear, hay tantas personas con depresión, agresivas o con trastornos de ansiedad.
Algo tendríamos qué hacer para comprendernos, para consolarnos, para entender que, así como sufrimos, sufren otros y todos tenemos necesidad de compartirnos unos a los otros, compartir nuestro interior, aunque en ese intento quede al descubierto que, simplemente, no somos siempre felices, ni perfectos.
“Hombres y mujeres están enterrando sus miedos, sus emociones y sus sentimientos”