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ÓDIAME MÁS

Chivas volvió a arruinar la fiesta del América en su Centenario, ahora con la eliminació­n en Semifinale­s de la Copa MX

- LA CRÓNICA Por Felipe Morales

El Estadio Azteca transpira. En cada uno de los 467 pasos que hay entre la explanada hacia la grada, se suda una gran ilusión.

Hay aficionado­s que visten de amarillo y de rayas verticales en rojo y blanco. Son portadores del escape. Huyen de la rutina. Ven a los ojos la vida. Al futbol. Al Clásico Nacional de Copa.

El América tiene un rostro enamorado. Su boca sabe a pasión. Las Chivas bailan el vals de la esperanza. Todo enmarcado en la suavidad de la rivalidad emborracha­da. Santa Úrsula ruge como nunca. Como siempre.

La cancha es la pecera de las ideas. Almeyda y La Volpe son los argentinos más nacionales del país. Los iconos tácticos de la realidad polarizada.

Pita el árbitro el inicio del partido y la noche es un fuego encendido.

La Luna los veía mientras la Ciudad de México hacía una mueca con una ligera sonrisa. Y la pelota corría y sonreía.

Sólo por la programaci­ón emocional cosida en su cuero. Por el gusto de encontrar en un torneo descafeina­do, un pretexto de ánimo.

Ante tanto escenario sediento, tanto confeti, tanta alarma programada para el encuentro, el futbol debía acompañar, pero no había llegado a la cita, hasta que Michael Arroyo le tomó la mano al espectador azulcrema y lo invitó a correr con él hacia los puños apretados. Michael hizo, otra vez, un gol de fondista y velocista, con bicicleta incluida, en un triatlón con medalla de anotación.

Una atajada de héroe sin capa de Hugo González y un travesaño kilométric­o del Guadalajar­a tensaban la trama. Eran dos jugadas que no podían ser otra cosa que la última llamada. El gol rojiblanco aguardaba.

Y entonces, Alan Pulido atendió a tal llamado con un malabarism­o aéreo que vivió en el intento y murió en la red de los festejos. Una definición acrobática con tal atrevimien­to en el área chica no merecía más desde su dudosa posición de fuera de lugar. Ni menos, a partir de su gran ejecución.

Luego vinieron los necesarios penales que demandaba este juego tan abandonado. La ecuación del dramatismo fue error y acierto, hasta que Chivas volvió a humillar a su acérrimo oponente en su propio feudo...

Cien años de perdón para este equipo azulcrema, que se fue, una vez más, con el dolor en el pecho cuando escuchó el canto del odiado rival: “En su casa me respetan”.

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