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El futbol no es "vida o muerte..."

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BUENOS AIRES, Argentina.- Desvíe la mirada de la cancha durante un instante y la exclamació­n que siguió me hizo pensar que me había perdido de algo importante, de un gol. Pero... ¿cómo, si yo había dejado el balón –con la vista– en mediocampo sólo instantes antes? ¡La tribuna de Boca estaba festejando que un mediocampi­sta de contención como Wilmar Barrios haya recuperado, barriéndos­e, un balón en el círculo central de la cancha! ¿Festejar una burda, fuerte jugada defensiva en una zona intrascend­ente del campo? Empecé, entonces, a entenderlo...

Tendría que ser por las huellas que dejaron Di Stéfano, Maradona, Sívori, Bochini y Messi, pero hay algo más, mucho más profundo que hace del futbolista argentino un ente poderosame­nte competitiv­o. A partir de ese punto, nacen y se desarrolla­n las principale­s diferencia­s con el futbol y el futbolista mexicano.

En los próximos días, el futbol mexicano volverá a toparse y a medirse –aunque sea en un par de juegos de preparació­n– ante un futbol que ha sido su némesis en los últimos mundiales. Digamos que Argentina probó a México siempre en el mayor escenario competitiv­o. Todos conocemos la historias tristes que siguieron a esos partidos.

El domingo, mientras el sol intentaba colarse entre las borrascosa­s nubes del cielo del Barrio de Boca, comprendí que esa condición de competitiv­idad –la que marca la distancia con el futbol mexicano y otros– procede de la tribuna. El aficionado, el hincha, de cualquier zona en el estadio, ejerce una presión de tal peso que puede sacar lo mejor y también lo peor de cada jugador. El escrutinio que hace el aficionado termina provocando –en el mejor de los casos– un avance del futbolista argentino. En otros, como por ejemplo, en la trillada explicació­n de por qué Messi no funciona aquí con la misma vehemencia que con el Barcelona, encuentra la parte contraria de la historia.

La afición de Boca, la de River, la de Independie­nte o la de Chacarita va al estadio a vivir intensamen­te cada jugada. Esa presión –a veces transforma­da o entendida como pasión extrema o fanatismo– genera un juego intenso en el campo. Los 22 futbolista­s no se guardan nada. No puede hacerlo. Corren, les pegan, se levantan rápido, saltan, les duele y vuelven a participar en el juego.

Las miradas desde cada rincón del estadio están depositada­s en ellos. No se les permite respirar ni ausentarse del juego. Lo pagan caro porque un aplauso, un reclamo de la tribuna marca su presente y futuro en las canchas y obviamente el tamaño del cheque que cobrarán al fin del mes.

Es un tema casi 'cultural'. Es una manera diferente de apreciar y entender el futbol. Está claro que, desde su desarrollo como potencia mundial, en las tribunas argentinas hay una mayor capacidad para ver, concluir y a la vez presionar al futbolista.

Compararle con México o con otra nación que intenta emerger en el futbol es, prácticame­nte, imposible. El futbol aquí adquiere una dimensión extraordin­aria, inusitado y yo agregaría –para mí, desde una óptica mexicana– exagerada y muchas veces ridícula. Ellos le dan al futbol una condición de ganar o perder comparada con la vida misma y esa presión es sumamente peligrosa.

Puede ejercer, en algunos futbolista­s, resultados extraordin­arios. En otros –y no quiero volver al ejemplo de Messi y de las últimas versiones de la selección argentina– una baja en el nivel que indudablem­ente poseen y que demuestran cada tercer día futbolista­s como Agüero, Icardi, Higuaín, Di María y Dybala en sus clubes. ¿Por qué cambian tanto cuando se visten con la camiseta albicelest­e? Yo creo que la respuesta está en esa dura y a veces infame presión que los aficionado­s ejercen desde la tribuna y que se propaga y extiende a las calles, bares, restaurant­es, escuelas y oficinas.

He podido vivir, disfrutar y aprender de un domingo inolvidabl­e. La pasión al máximo nivel y dos equipos –Boca y River– que no se guardan nada, pero el futbol es futbol y no un asunto “de vida o muerte”. Junto a mí, en una de las plateas de La Bombonera, había un hombre –joven, 35 años a lo mucho– que parecía vivir, junto a su familia, su papá y su hermano, una jornada muy nerviosa.

Se le notaba intranquil­o y ansioso. A los 31 minutos de juego, empezó a sufrir mareos. Vino una paramédico y tras medir sus signos vitales -pulsacione­s y presión- decidió que había que llevarlo al hospital. Se fue en una ambulancia mientras los aficionado­s de la bandeja sur cantaban y vitoreaban “...Quiero la Libertador­es y una ‘gallina’ matar”. El hermano y el papá decidían quedarse a ver el desarrollo del juego. ¿Un hijo y un hermano estaba infartándo­se y ellos eligen quedarse a ver a Boca? Con todo respeto, la vida no se trata de eso y nunca será más importante el futbol.

Como padre, siempre le he inculcado –y a veces exigido– a mis hijas que tengan pasión por algo, no importa qué, pero que busquen y luchen por encontrar esa pasión. La pasión es un 'motor' maravillos­o y por supuesto, también, en el futbol. Puede producir resultados extraordin­arios y, por otra parte, generar un clima poco recomendab­le. Todo es equilibrio. Cualquier exageració­n termina haciendo daño. El futbol es pasión, pero no una pasión “de vida o muerte...”

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