Tabasco Hoy

Dilemas del cristianis­mo

¿En qué momento la Iglesia perdió los preceptos de Jesucristo? La santidad no tendría que ser un anhelo para sumisos

- Por Héctor Tapia

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lesús, como buen judío, celebró antes de morir, la pascua. Aquella festividad recordaba a los descendien­te de Abraham, Jacob e

Isaac, su condición anterior de esclavos, cuando estuvieron bajo yugo del rey de Egipto.

Terminada la cena de pascua, Jesucristo instituyó el sacerdocio, pero antes de este nuevo pacto con sus apóstoles, les da una gran lección de humildad: lava sus pies. Aquellos eran pescadores cuyo calzado no hubiera sido mejor que los huaraches de nuestros indígenas.

Cristo no enjuagó los pies aseados de seminarist­as como se acostumbra ahora. En aquella época había pocos caminos empedrados en Jerusalén. El sudor y el polvo hacían una pasta entre los dedos semicubier­tos. No se conocían los jabones bactericid­as, el talco ni el spray desodorant­e.

Cuando vieron a Aquel a quien llamaban Maestro hincado frente a ellos pretendien­do lavarles los pies, se desconcert­aron, lanzaron exclamacio­nes de incredulid­ad, y Pedro, de plano, se rebeló.

Jesús lleva a cabo esta increíble muestra de humildad, y luego pregunta:

«¿Entendiero­n ustedes lo que acabo de hacer? Pues si yo, a quien ustedes llaman Señor y Maestro (y lo soy, en efecto), les he lavado los pies...»

¿Cómo comenzó la iglesia a extraviar el camino de la humildad y la pobreza? ¿Cómo es que ahora la persona más humilde, si quiere ser escuchada por un dignatario eclesiásti­co, primero debe dirigirse a éste como «monseñor» (mi señor)?

«Miren a los que llevan ropas lujosas, en los regios palacios están», decía Jesús en su prédica. ¿De dónde surgen las «basílicas», cuyo significad­o etimológic­o es un «palacio regio»?

En el siglo XII, San Bernardo al reprender severísima­mente a un discípulo, le decía: «el pueblo muere de hambre y los prelados aparecen en suntuosos corceles».

Ya en el siglo XX, Juan XXIII, ante su propia decisión de convocar al Concilio Vaticano II, expresó: «es necesario sacudir el polvo imperial que se ha acumulado sobre la silla de San Pedro».

¿En qué momento histórico el alto clero cambió los preceptos del mismísimo Jesucristo? Mientras él daba claras instruccio­nes a los 12 sobre cómo debían comportars­e ante las tareas del apostolado, les advirtió: «no se procuren oro ni plata, ni morralla en sus fajas, ni morral para el camino, ni dos túnicas, ni zapatos, ni bastón...»

¿De dónde salieron entonces esas magníficas capas rojas de los cardenales —los «príncipes», les llaman oficialmen­te— , la caya de soberbia longitud que hubo de ser acortada por una disposició­n surgida precisamen­te del Concilio Vaticano II?

«No amontonen tesoros sobre la tierra, porque donde está tu tesoro ahí también estará su corazón [...] Nadie puede ser esclavo de dos señores [...] No pueden ustedes servir a Dios y al dinero [...] El Hijo del Hombre no vino a ser servido sino a servir», decía Jesús durante su predicació­n, y así quedó consignado en los evangelios, para siempre.

¿Qué terrible desastre espiritual tuvo que ocurrir para que, al paso del tiempo, el compromiso esencial con la pobreza se cancelara y surgieran las «excelencia­s reverendís­imas» y «excelentís­imos» y «eminentísi­mos» señores del alto clero?

¿Por qué se abrió ese abismo entre el Cristo de Jueves Santo, humillado a los pies de sus discípulos, y los dignatario­s eclesiásti­cos que exigen ser reverencia­dos en grado superlativ­o —exacto significad­o de la palabra «Reverendís­imo»— por aquellos a quienes deberían servir?

La historia sitúa ese extravío en el año 313, cuando el emperador Constantin­o toma bajo su protección a la Iglesia y pronto la acopla a los moldes del imperio romano: organizaci­ón, estilo, edificios, ropajes y hasta títulos nobiliario­s. El apetito de riquezas y de poder se instala en el alto clero.

Y así arrastra a la iglesia católica a siglos de contradicc­iones: predicar la palabra de Jesucristo que vino para servir a los desprotegi­dos con humildad, pero con una institució­n que atesora riqueza y poder y cuyos líderes viven como príncipes.

Fue hasta la celebració­n del Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII, que la iglesia intenta retornar al cristianis­mo prístino; lamentable­mente la reforma no logra resultados notables, pero a partir de ahí nacen órdenes religiosas que

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