Tabasco Hoy

Cayó a un pozo y murió al instante

Los hermanos Luis y Ana Pineda trataron de auxiliar a don José, pero ya era tarde. El golpe en la cabeza lo mató.

- RAMIRO LÓPEZ MENDOZA

HUIMANGUIL­LO, Tabasco.

Don José Luis Pineda Santiago se había puesto para dominguear, en la Villa Estación Chontalpa —de donde era originario—, una playera color azul rey con una estampa de una salamandra y, debajo, las letras en serigrafía que decían: «Cancún, México».

Don Pepe no conocía Cancún, aunque muchos de sus amigos jalaron para allá en busca de mejor suerte. Él decidió no alejarse bastante del lugar donde nació. A sus 75 años de edad sabía ir y venir a la cabecera de Huimanguil­lo, comprar el maíz y el frijol, o acudir a alguna cita médica en el centro de salud.

No tenía males heredados ni tampoco sufría de alguna enfermedad crónica. Era de una salud envidiable­s, aunque su complexión siempre fue recia, forjada en las labores del campo o cuando no había de otra en la albañilerí­a.

Su única afición, como la de muchos hombres de su edad y menos grandes, era la bebida. No era mala copa, nunca dio problemas ni se metió a pelear con nadie.

Acicalado su bigote entrecano sale por la puerta de la casa donde vive y la camisa azul rey se aleja de la calle Emiliano Zapata. Sus parientes, los hermanos Luis y Ana Pineda, alcanzaron a gritarle adiós al viejo. Don Pepe también es Pineda pero Santiago, sus sobrinos son Pineda Hernández. Ya no lo volverán a ver más.

Los hermanos Pineda Hernández se cansan de esperar a don Pepe, y deciden empezar a cenar sin esperarlo. Calculan que llegará más tarde, antes de que todos se vayan a descansar para levantarse con ganas el inicio de semana.

Lo extraño es que don Pepe ni siquiera llega más tarde. Aún cuando se echa sus tragos con los viejos amigos, el anciano siempre es responsabl­e. Aunque no se haya acabado lo que beben, él se levanta de la mesa y vuelve sus pasos a la casa de la calle Emiliano Zapata. No le agrada dar lata de más a sus sobrinos.

Luis y Ana se asoman a cada rato a la calle mal iluminada. Uno que otro perro rompe el silencio de la noche en la lejanía. Es a Ana que se le ocurre. Le dice a su hermano Luis si no le habrá sucedido algo malo al tío. «¿Cómo qué?», responde el otro absorto en esa posibilida­d.

«No sé —responde Ana—, que se haya tropezado y caído y hecho una lastimada —dice angustiada.

«Será mejor que nos acostemos, no tardará en aparecer el tío. Quizá se le hizo un poco tarde pero ya ha de venir por ahí, tranquila», la consuela Luis.

Apenas van a dar las once de la noche cuando se escucha un ruido estruendos­o, como de trebejos que se desploman por el traspatio. Ana y Luis se levantan sobresalta­dos y de inmediato piensan en el pariente don Pepe.

Aguzan la vista por la parte trasera de la casa y no ven nada, nadie. Están a punto de volverse a meter a la casa pero es Ana la que de pronto grita sin explicar más: ¡El pozo!, ¡el pozo!

Los hermanos trataron de auxiliar a don José, que se había caído al pozo artesanal que había en el traspatio. Le gritaron hacia el hueco oscuro, le preguntaro­n si estaba bien, le tiraron una lía, pero no recibieron ninguna respuesta.

Los vecinos no tardaron en asomarse para ver qué pasaba. Uno de ellos llamó de inmediato al 911 para pedir un servicio de urgencias médicas. No había nada que hacer, el golpe había sido mortal para don José, más que el agua donde cayó. Los peritos del Servicio Médico Forense levantaron horas más tarde el cuerpo sin vida de don Pepe para practicarl­e la necropsia de ley. Luis y Ana, junto a algunos vecinos de la Emiliano Zapata, dieron el último adiós al anciano.

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