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EL LEGADO DEL DIABLO
Pese a su engañoso título El Legado del Diablo (EU, 2018) del debutante Ari Aster, se encuentra más allá del simple filme de horror con el tema de la posesión satánica.
No sólo rebasa esa premisa, sino que resulta un producto atípico e inclasificable, tanto por su metraje que supera las dos horas como la ausencia de escenas shockeantes y sustos burdos.
Además de concebir una atmósfera ominosa, el realizador apuesta por un tratamiento gélido y cerebral que arranca desde la escena del obituario, continúa con la imagen de la casa en el bosque como una representación fantástica de un Mal latente, intangible y poderoso como la propia mente humana.
Prosigue con el fascinante y rarísimo rostro de la hija (Milly Shapiro) del matrimonio formado por Colette y Byrne, y luego con las siniestras miniaturas que la madre elabora para una galería de arte.
El Legado del Diablo funciona como una suerte de perverso relato de familia disfuncional al estilo del sueco Ingmar Bergman, pero en clave de cine de horror moderno y profundamente estadounidense.
La preparatoria típica, la fiesta juvenil, la madre castrante, la tensión sicológica, el hijo adolescente cargado de culpa, el marido inútil, los rencores maternos y los odios familiares como alegorías freudianas no resueltas y, finalmente, el pasado oscuro y las invocaciones satánicas y espiritistas.
Su principal atractivo es esa capacidad de colocarse en una línea divisoria entre la paranoia y la locura de sucesos que escapan a toda lógica: pavores ancestrales en una sociedad alimentada por el miedo, el morbo y los secretos familiares a medio camino entre El Bebé de Rosemary (Polansky, 1968), Posesión Satánica (Clayton, 1961) y Berberian Sound Studio (Strickland, 2012).