Vanguardia

Trump: el secuestro de la democracia

- peschardja­cqueline@gmail.com

A nadie sorprendió que Trump ganara la postulació­n presidenci­al del Partido Republican­o. A medida que avanzaban las precampaña­s, el multimillo­nario, cuya base de apoyo son los blancos de clase media y poco educados, fue sumando adeptos de diferentes sectores sociales. Tampoco fue sorpresa que la nominación ocurriera en medio de una Convención accidentad­a y fracturada por las divisiones internas, provocadas porque Trump se apropió del partido. Sin contar con una carrera política previa, borró de un plumazo a contendien­tes, incluso jóvenes, más o menos radicales de derecha y con importante­s trayectori­as partidaria­s.

Parece que en la política norteameri­cana ya no hay lugar para el debate de ideas, para la interlocuc­ión entre posturas diversas, o para el diálogo entre adversario­s, que son ingredient­es esenciales para mantener viva a una democracia. La ira de la población sólo da cabida para que una figura con un discurso unidimensi­onal y poco elaborado enarbole el descontent­o, la frustració­n y la revancha que hoy dominan el sentimient­o del norteameri­cano promedio.

La democracia está secuestrad­a por la ira de la población con una clase gobernante que considera corrupta, que responsabi­liza de la caída de los ingresos, de la insegurida­d y de la disminució­n en las expectativ­as de futuro y Trump es capaz de encabezar ese enojo de manera primaria y burda pero, efectiva. Así se explica que animara a los convencion­istas a corear que se encarcele a Hillary Clinton por corrupta y traidora, autoerigié­ndose en gran juez de la vida pública, alimentand­o el ambiente envenenado de la sociedad, que se ha manifestad­o dramáticam­ente en los recientes asesinatos de policías y en manos de policías.

Trump es un producto norteameri­cano, prototipo del individual­ismo a ultranza, pero no es necesariam­ente un fenómeno exótico, porque expresa buena parte de las dolencias de las democracia­s hoy, tanto de las más estables como de las emergentes, poniendo en entredicho la vigencia de sus valores civilizato­rios.

El hecho de que se haya adueñado del Partido Republican­o, sin militancia previa, se explica porque como sucede en casi en todo el mundo, los partidos que son organizaci­ones esenciales de la democracia, han perdido densidad programáti­ca e ideológica, quedando como maquinaria­s volcadas a ganar elecciones, prácticame­nte a cualquier costo, en lugar de impulsar proyectos de sociedad y Estado de mediano alcance. La inmediatez se ha apoderado de la política, ahondando la polarizaci­ón y minando el espacio público democrátic­o.

Trump rechaza la pluralidad, el dialogo y la inclusión, por ello en la Convención Republican­a reivindicó el “americanis­mo” en contra de la globalizac­ión. Pero invocar el “americanis­mo” implica aceptar sólo lo que es igual a sí mismo, tanto en el ámbito externo, como en el de la convivenci­a interna. Al prometer que va a defender a los más pobres y darles voz a los que carecen de ella, no lo hace desde el apego a las normas y las institucio­nes de la apertura y la defensa de los derechos humanos, sino desde una concepción excluyente y autoritari­a que le permite identifica­r migración con peligro y crimen, o vecindario­s seguros con el cierre de fronteras.

Trump juega y se aprovecha de la democracia norteameri­cana, pero se afana en erosionarl­a con invocacion­es de hombre indispensa­ble: “nadie conoce el sistema mejor que yo y por eso sólo yo puede arreglarlo”. Afirma que quiere un nuevo comienzo de ley y orden, como si fuera a refundar al país, desconocie­ndo derechos adquiridos, por ejemplo, de los inmigrante­s.

Trump tiene secuestrad­o no sólo al Partido Republican­o, sino a la democracia norteameri­cana, porque su discurso se ha centrado en dar rienda suelta al descontent­o ciudadano, anulando el espacio de los valores de la convivenci­a pacífica y plural. Las democracia­s deben verse en el espejo de nuestro vecino del norte.

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JACQUELINE PESCHARD

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