Vanguardia

Matas o patas

‘Catón’ Cronista de la Ciudad

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Una cierta señora de Saltillo fue a Puebla. En esa angélica ciudad vio a unos hombres que estaban cargando un camioncito con plantas y macetas.

-¡Qué bonitas matas! -les dijo entusiasma­da-. ¿A dónde las llevan?

-Al norte, señora -le contestó uno de los hombres-. Allá las vendemos bien. Cada año vamos. -¿Por qué? -quiso saber la dama. Respondió el individuo: -Es que las señoras de allá son muy pendejas. Cada año compran matas; cada año se les hielan, y al siguiente año vuelven a comprar.

No es que las señoras de por acá sean eso que dijo el individuo; lo que sucede es que el clima norteño no es una eterna primavera. Siempre ha sido tradición en las casas saltillera­s tener matas. En nuestro recuerdo están aquellos zaguanes con helechos, espárragos, julietas, begonias, piñanonas, y aquellos jardines y patios llenos de macetas florecidas, y los arriates, y las enramadas, y las enredadera­s, y toda la florecida flora cuyo cuidado entretenía las horas de nuestras madres y nuestras abuelas. -Viene una helada, hay que meter las macetas. Y allá vamos todos, a querer y no, a cargar con los pesados tiestos para meterlos en los cuartos, y a enredar con periódicos las plantas que crecían en el jardín, en un empeño -generalmen­te inútil- por salvarlas de las fierezas del invierno. -Si hace frío metes las gallinas y las matas. Hablaba de las gallinas y las plantas, pero el esposo entendió mal, y cuando bajó la temperatur­a metió a la cocina las gallinas del corral y les torció el pescuezo a todas.

Antes no había viveros. (Uno de los primeros que hubo aquí, si no recuerdo mal, lo estableció un señor de apellido Tovar. Su vivero se llamaba “Plantas de Ornato Tovar”. Llegaban las señoras y preguntaba­n por el dueño: “¿Está don Ornato?”). Las señoras solían conseguir sus plantas pidiéndola­s a otras señoras. Nadie tomaba a mal que alguna que pasara por su casa y viera una planta en el zaguán que le gustara pidiera “un piecito”, que era obsequiado de buen talante y con satisfacci­ón. Las señoras que tenía ocasión de viajar a otras ciudades regresaban con atadillos de piecitos que ponían en macetas a ver si lograban que prendieran. En nuestra casa de Arteaga hay una higuera de generosa fronda que da unos higos pequeñitos, por fuera verdes y por dentro de color púrpura encendida. Esa higuera nos la regaló Bibiano Berlanga Castro, que goza ya la paz de Dios. A su vez él la recibió de una señora saltillens­e que fue a Tierra Santa, y en el Huerto de los Olivos cortó con su lima de uñas, a ocultas de los guardianes del lugar, una varita de una de las higueras de aquel jardín donde estuvo Nuestro Señor. La trajo hasta acá envuelta en algodones húmedos, y ya en Saltillo la dividió en varias partes, cada una de las cuales puso en una maceta. Tres o cuatro prendieron, y una es la que tenemos nosotros en nuestra casa de Palomas.

Ya llegaron los fríos de octubre. Las señoras temen por el destino de sus plantas, tan frágiles y efímeras. “Matas o patas”, solía decir la gente para significar que si tienes macetas en tu casa no puedes tener perro ni gato, pues en las casas la fauna es enemiga de la flora. También los pies del invierno son inmiserico­rdes, y matan a su paso a las pobrecitas plantas. Por eso año con año vienen los vendedores a Saltillo. No es que nuestras señoras sean lo que dijo aquel hombre de Puebla. Lo que sucede es que ellas, con su tenacidad de mujeres del desierto , desafían al invierno, y a pesar de él hacen cada año una nueva primavera.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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