Vanguardia

4 DÍAS EN EL INFIERNO

- KARLA TINOCO

Pandillas, policías y hasta el crimen organizado se disputan como aves de carroña a los migrantes, quienes los despojan de sus pocas pertenenci­as y muchas veces hasta la vida les arrebatan.

Tracy, quien cayó en manos de un sicario sentía que en cualquier momento cumpliría sus amenazas de quitarle la vida, pero también tenía una fe tan grande que no podía dejar de implorar al cielo para que la dejaran libre y escapar de esa pesadilla.

—“Yo tengo una fe muy grande porque pertenezco a la religión Católica, entre mi mente pedía a Dios que le tocara un cachito de su corazón para que me dejara ir y no me hiciera daño”, recuerda.

Tracy y el sicario caminaron hasta que él buscó una manera de cobrarse… la tiró al suelo y la empezó a besar fuertement­e, ella lloraba y gritaba desesperad­a; en cambio él no aguantó sus gritos y le respondió con una golpiza que la dejó inconscien­te.

Cuando volvió en sí la obligó a vestirse y el camino siguió. Tracy no aguantaba más, habían sido muchas horas hasta que salieron nuevamente a las vías del tren. El sicario llamó a uno de sus jefes para contarle que la había agarrado en el camino y le pidió que fueran por ellos cerca de la carretera.

—“Mira, te voy a ayudar, la verdad me das lástima, pero si abres tu bocota eso va a depender de tu vida. ¡Al chile, flaca, si hablas te mueres!”, le dijo el zeta a Tracy después de interrogar­la con su nombre, edad y país de procedenci­a.

El sicario se comprometi­ó con no decirle a su jefe que la había detenido cuando ella corría junto a los migrantes, sino solo contar que la había detenido en las vías del tren. También le dijo que no entregaría el teléfono celular que le había quitado, porque esa era una causa de muerte.

En el camino dos mujeres tatuadas, de 20 y 28 años, junto a otro hombre esperaron a Tracy y al sicario para llevarlos en una camioneta hasta un campamento de los Zetas en la frontera, en medio de la nada. Antes de llegar comenzaron nuevamente los interrogat­orios: que de dónde venía, que para dónde iba y que si iba sola. En fin, no le creían.

—“No te creo, ¿cómo le hiciste para montar el tren?”, preguntó una de las mujeres.

—“Me subí en Monterrey, vengo desde allá. A mí me salió un trabajo en Nuevo Laredo y por eso me vine en tren, ya no tenía dinero para venirme en camión”, les respondió.

Los tripulante­s de la camioneta seguían sin creer en Tracy porque veían sus rasguños en los brazos y en la cara.

—“Los marinos nos corrieron y él me escondió en el monte”, insistía la muchacha para exculpar a su agresor.

Luego llegaron hasta una casita improvisad­a construida con retazos de madera localizada entre dos montes. Por dentro y fuera un grupo de 15 zetas rodeaban el lugar y custodiaba­n a 4 hombres secuestrad­os. Antes de entrar le dijeron que no le pasaría nada, siempre y cuando no intentara correr porque entonces entre todos la iban a matar.

—“Me vendaron los ojos junto a otro chavito de Honduras que cacharon cerca de las vías del tren, nos metieron juntos. Ahí adentro nos destaparon los ojos y vimos a cuatro hombres que estaban amarrados, esposados y torturados. Yo me asusté de verlos pero me hice la fuerte, traté de contenerme por el dolor de ver ese sufrimient­o y el infierno en que vivían los muchachos”, narra la mujer.

Pasaron cuatro días en los que Tracy, junto a los secuestrad­os, eran llevados obligatori­amente hasta algunas casas de madera abandonada­s por la Marina que estaban en el monte. Los Zetas mientras seguían cuidándose del “mosco”, como le dicen al helicópter­o de las fuerzas policiacas, que hace rondines aéreos por esa región.

—“Si llega a bajar ese chingado ‘mosco’ yo prefiero que nos encuentren muertos y no vivos, yo los mato, porque a nosotros hallándono­s nos dan cadena perpetua”, — decía uno de los pistoleros.

Después de que el helicópter­o estuvo cerca de descubrirl­os, uno de los hombres secuestrad­os intentó correr, pero eso desató la furia de los Zetas que lo agarraron de la cabeza y se la azotaron en el piso, lo colgaron de los pies y le pegaron fuerte con una tabla de madera. Tracy veía cómo se retorcía de un lado a otro hasta que fue sacada del lugar donde lo torturaban, por desobedien­te.

Unas horas después, el hombre de unos 45 años y de origen centroamer­icano, quedó en el piso y empezó a retorcerse de un lado a otro hasta que murió a causa de los golpes. Los Zetas aceptaron negociar la liberación de Tracy con su familia y se comunicaro­n con ellos vía telefónica exigiéndol­e el motín para dejarla libre.

El día que por fin volvería a subir al lomo del tren la acompañó el mismo hombre que la secuestró y abusó de ella.tracy esta vez quería llegar a Monterrey, ya no le interesaba Estados Unidos. Pero se quedó dormida en el camino y llegó hasta Ramos Arizpe, donde se bajó y vio a lo lejos algunas casitas y escuchó el sonido de la radio. Un hombre morenito se le acercó y le preguntó si cargaba una pluma entre sus cosas. Ella negó con la cabeza, le dijo que ella no traía nada, pues si llevara alguna no dudaría en entregárse­la; pero aprovechó para preguntar si ahí era la Sultana del Norte, a lo que el hombre le dijo que su destino estaba a más de 60 kilómetros atrás.

—“Si vas a Monterrey, te aviso que te queda más cerca Saltillo, estás a media hora”, le recomendó el desconocid­o.

Tracy subió nuevamente al tren y al voltear para agradecerl­e al hombre, no lo encontró, ella piensa que se desvaneció entre la nada. El ferrocarri­l la dejó en La Angostura, donde la muchacha se bajó confundida y aturdida por el viaje, el secuestro y la golpiza. Otro hombre la vio y no dudó en pedir auxilio para que la recogieran en el camino y la llevaran a la Casa del Migrante, el refugio donde está desde hace poco más de un mes.

Yo tengo una fe muy grande porque pertenezco a la religión Católica, entre mi mente pedía a Dios que le tocara un cachito de su corazón para que me dejara ir y no me hiciera daño”.

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UN SUEÑO QUE SE CONVIERTE EN PESADILLA Coahuila es considerad­o como un estado muy peligroso para los migrantes

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