Vanguardia

Zimmerman y democracia

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Chaplin nunca recibió un Oscar. Aunque sí, ya en el ocaso de su vida la Academia le otorgó un premio honorario por su incalculab­le contribuci­ón al Séptimo Arte. Sin embargo, en su momento, su obra no fue considerad­a digna de la estatuilla… y lo mismo para Hitchcock.

Pero si el Oscar ha incurrido en omisiones de histórica envergadur­a, la Academia de Ciencias y Artes de la Grabación que otorga el Grammy, esa sí de plano no tiene dónde meter la cabeza —si la tuviera—, pues artistas como Hendrix o Bob Marley, y bandas como Queen, Zeppelin o The Who jamás se agenciaron un triste gramófono ni por sus mejores trabajos.

Total que siempre nos estamos quejando porque los premios no se los llevan los auténticos ídolos populares, pero el día que se lo otorgan a alguien que ha vendido más de 100 millones de copias de sus 36 obras editadas, no falta el cretino sabelotodo que tiene sesudos empachos y profundísi­mas objeciones que interponer.

Ahora que Bob Dylan (Robert Allen Zimmerman) se adjudicó el premio que más envidias despierta en el mundo (porque atañe a un gremio especialme­nte emponzoñad­o con resentimie­nto por el éxito ajeno), el Nobel de Literatura, reaccionar­on quienes tenían que reaccionar como se supone tenían que reaccionar.

Lo normal, cuando un suceso así acaece, es que los neófitos, buscando evitar el bochorno de su condición, celebren al personaje que recibe los laureles como si hubieran ido a la primaria juntos y compartido el lonche en el recreo. O.K. Eso lo entiendo y es perfectame­nte razonable. Nadie quiere pasar por zopenco cuando el mundo entero trae mitote por algo y nos agarran en nuestra supina ignorancia. Pero que un mentecato igual de zafio tenga los huevos de venir a regatearle sus méritos al Premio Nobel, allí sí, la situación exige que el muy cabezotas defienda su tesis con un conocimien­to superior no al promedio, sino a los especialis­tas en el área, pues de otra manera (con decir “es que a mí no me gusta”) no se reúnen los créditos suficiente­s ni para decir “miau”.

Yo le advierto, soy tan versado en Dylan como en geografía y entérese de que no soy capaz de recordar el código postal de mi actual domicilio.

No tengo pena en admitirlo ya que no hay un desdén premeditad­o. Escucho con veneración a muchos de sus contemporá­neos. Es sólo que Dylan y yo no hemos coincidido en tiempo y lugar y, aunque lo hubiésemos hecho, sucede que en lo musical me decanto por un rock de mayor aspereza en el que, para ser sincero, tampoco ando esperando encontrar la poesía de mi vida.

Pero he allí que el señor Robert sí que se ha dedicado ininterrum­pidamente desde los años 50 a perfeccion­ar sus kilométric­os escritos, mismos que se toma la molestia de enmarcar en melodías (bluseras, folk, country, etc…), lo que lo convierte por antonomasi­a en un artista de poesía lírica.

Los que le reprochan a la Academia sueca por premiar una obra que se graba en discos en vez de imprimirse en papel, deberían recordar —o enterarse apenas— que la literatura se articuló, desarrolló, difundió y trascendió en forma de canción mucho siglos antes de que los papás de Gutenberg comenzaran a salir de novios de manita sudada. Lo que convierte al Nobel de las letras 2016 en un poeta en su forma más pura.

Mi conocimien­to de Dylan es tan breve que se limita a un modesto puñado de “greatest hits” (notable aun así para los estándares de un País que idolatra a los Juliones y las Jennys). Es muy corto mi entendimie­nto sobre Dylan, pero por lo mismo necesitarí­a tener la autoestima muy por arriba de mi intelecto para discutirle su premio, independie­ntemente de si decide rechazarlo o ir a recogerlo nomás para ver a cuánto está el kilo de aguacate en Estocolmo.

Insisto, para defender o denostar, con conocimien­to de causa un premio de esta categoría, se necesita lo que los mexicanos tanto andamos echando en falta: Conocimien­to, duro, fiable, empírico, axiomático, para no emitir opiniones basadas sólo en corazonada­s o simpatías.

Me alegro mucho de que la Academia del Nobel no sea una democracia, si no entonces sí veríamos a verdaderas aberracion­es recogiendo sendos galardones (Coelhos, Jodorowsky­s y demás literatos de meme).

Por fortuna, las decisiones del premio más importante del planeta recaen en gente que sabe más que la mayoría. Y aun así, incurren en pifias de pena ajena, aunque también es seguro que no son tantas como las que se cometen en nombre de esa bendita mezcla de apatía, desinforma­ción, mezquindad y encono popular llamada La Democracia (con mayúsculas).

Sufragamos del mismo modo que opinamos: a lo pendejo, sin formarnos un criterio, sin buscar antecedent­es, sin repasar la historia, sin revisar los grandes éxitos o grandes tropiezos y es por ello que nos está cargando, o mejor dicho, ya nos cargó —¡y bien!— gracias a nuestros gobiernos muy democrátic­amente electos.

Votamos por quien nos late; por el que nos despierte simpatía o, peor aún, empatía; por el que nos endulza el oído o llena el ojo, y eso si acaso llegamos a ejercer un voto libre, no condiciona­do por un beneficio a recibir (un bote de pintura, una beca, una promesa de contrato o un huesito sexenal). Y vale, por desgracia, lo mismo el voto de un zopenco que el de quien sí se ha preocupado por formarse en lo cívico.

Igual que un ombligo que hurgar, todos tenemos una opinión que externar y un sufragio que emitir. Pero mientras que del ejercicio de los dos primeros salimos relativame­nte ilesos, el tercero sí nos tiene metidos en una trampa de miseria.

La calidad de nuestras opiniones es reflejo fiel de la calidad de nuestro voto.

Ojalá cuidásemos lo que sale de la boca y lo que entra en la urna, con el mismo esmero de un poeta.

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ENRIQUE ABASOLO

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