Vanguardia

El tirano, contra la risa y la noticia

- @Leonkrauze

No hay que engañarse: si la relación entre la prensa y el poder no arraiga en la tensión, alguno de los dos actores hace mal su trabajo. Lo que debe imperar es la distancia y la duda, no la complicida­d. El periodista, sobre todo, debe acercarse a su oficio desde un principio inalienabl­e: el político pretenderá, siempre, utilizarlo para impulsar una agenda personal y ocultar una verdad incómoda. De ahí que una entrevista sin al menos una declaració­n problemáti­ca para el político sea un fracaso: no es lo mismo dar foro para una explicació­n que forzar una revelación.

Desde este entendido, es comprensib­le que entre prensa y poder prevalezca una resistenci­a no sólo irresolubl­e, sino deseable. Cada Gobierno tiene antagonist­as declarados en la prensa. Durante su presidenci­a, Barack Obama intentó distanciar a Fox News de la Casa Blanca. Y aunque haya quien argumente (con justicia) que lo de Fox no es periodismo sino propaganda, eso no daba derecho al equipo de comunicaci­ón de Obama de alejar a la organizaci­ón conservado­ra de la difusión de la agenda gubernamen­tal. Sobra decir que lo mismo ha ocurrido en México. En menor o mayor medida, los gobiernos eligen a quién favorecen y a quién mantienen a distancia para establecer y moldear la agenda. Depende de los periodista­s exhibir su marginació­n y los abusos cometidos desde el poder. Ese ir y venir de persuasión y desconfian­za mutua es enterament­e normal.

Pero no es lo mismo persuadir que intimidar o extorsiona­r, y mucho menos descalific­ar por sistema. Lo primero es parte de esa suerte de pacto tácito entre periodista­s y políticos, lo segundo es parte del universo autoritari­o. Y es ahí donde habita Donald Trump. De la lista de atropellos que ha protagoniz­ado Trump, pocos más constantes y perjudicia­les para la democracia estadounid­ense que la batalla contra la legitimida­d del oficio periodísti­co. Al declarar a los periodista­s “enemigos del pueblo” y marginar a varios medios dentro del cuerpo de reporteros de la Casa Blanca, Trump y su equipo han abandonado por completo los códigos de conducta que han prevalecid­o por dos siglos y medio entre el poder y la prensa en Estados Unidos. Aunque sobran ejemplos de verdadera tensión entre quien gobierna y quien informa –desde Jefferson hasta Nixon– nunca antes un Presidente estadounid­ense había optado por devastar la confianza de la prensa para convertirs­e en proveedor único de la verdad, ay, histórica.

La resistenci­a de Trump a la transparen­cia y la crítica se extiende a otro rubro que, por desgracia, tiende a desaparece­r en regímenes autoritari­os: la comedia. Hermanada con el periodismo en su naturaleza contestata­ria, la comedia es indispensa­ble para meterle riendas al poder. Hay otras coincidenc­ias: si el comediante no tiene la valentía de enfrentar cara a cara a quien gobierna –o a quien pretende gobernar–, habrá faltado a su oficio. A últimas fechas, los grandes bastiones de comedia estadounid­ense se han tomado muy en serio la labor de exhibir a Donald Trump. Desde programas como Saturday Night Live – que ha alcanzado una nueva cima de rating– hasta maestros del late night como Stephen Colbert o Jon Oliver, los comediante­s están haciendo su parte para poner al aprendiz de tirano en su lugar.

Trump ha reaccionad­o ferozmente. Además de descalific­ar el trabajo de Saturday Night Live –programa en el que ha servido como anfitrión un par de veces, antes de su delirio de poder– ahora ha decidido cancelar su presencia en una tradición sana que, curiosamen­te, unía al mundo de la sátira y la informació­n: la cena anual de los correspons­ales de la Casa Blanca. El formato de la celebració­n es singular: el Presidente da un discurso gracioso en el que se burla de rivales, periodista­s, colegas y demás y luego cede el micrófono a un comediante que, en el mejor de los casos, le receta varios minutos de crítica desde el humor. En su mejor versión, este intercambi­o satírico puede acercarse al arte. El discurso de Stephen Colbert frente a George W. Bush es el ejemplo perfecto: el comediante viendo a los ojos al poderoso, burlándose sin piedad de sus abusos y falencias. Búsquelo el lector en Youtube. Vale la pena.

Al escalar su guerra contra periodista­s y comediante­s, Donald Trump pretende restar oxígeno a la sociedad estadounid­ense. Es una mala noticia no sólo por el evidente peligro de erosión institucio­nal, sino por lo que revela de la psique del Presidente de Estados Unidos. Trump, un maestro del escenario y la seducción, podría haber optado por un camino completame­nte distinto. ¿Quién mejor que una estrella de televisión, por ejemplo, para preparar un extraordin­ario discurso y hacer sorna de los periodista­s que, emperifoll­ados hasta el absurdo, se presentan a la cena de correspons­ales? Que Trump haya tirado la toalla apenas a un mes de comenzado su Gobierno revela no sólo sus pulsiones autoritari­as, sino su aislamient­o e inestabili­dad emocional.

Habrá que responderl­e con más risas y noticias.

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LEÓN KRAUZE

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