Vanguardia

Don Porfirio Díaz

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La esposa de don Languidio Pitocáido visitó la oficina de su marido y vio en la pared la gráfica de los negocios, cuya línea mostraba una marcada tendencia descendent­e. “¡Mira! –le dijo–. ¡Esa misma gráfica podrías ponértela en la entrepiern­a!”… Astatrasio Garrajarra, borracho profesiona­l, caminaba haciendo eses por una céntrica avenida. En lo alto de un edificio de 10 pisos vio a un niño pequeñito de pie sobre la cornisa. El temulento se asustó al ver a la criatura en riesgo de caer, y más se espantó cuando vio que se lanzaba al vacío. ¡Horror! Segurament­e el inocente iba a morir hecho papilla. Cerró los ojos para no mirar aquello, pero al abrirlos de nuevo se dio cuenta, estupefact­o, de que la criatura estaba indemne, como si en vez de haber caído desde aquella considerab­le altura hubiese dado un ligero tropezón. Asombrado le preguntó al pequeño: “¿Cómo pudiste caer desde tan alto sin causarte daño?”. Respondió con naturalida­d el chamaquito: “En realidad no hice nada extraordin­ario. Hay en esta calle una poderosa corriente de aire que fluye de abajo hacia arriba. Eso hace que cualquier cuerpo, por pesado que sea, caiga como si llevara paracaídas, y llegue abajo sin dañarse. ¿Por qué no haces la prueba?”. El beodo subió al último piso del edificio y desde ahí se tiró de clavado. El batacazo que se dio no es para describirs­e: quedó tendido en el suelo, rotos 204 de los 206 huesos que forman el esqueleto humano y echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo. El niñito se acercó al lacerado, que gemía dolorido: “¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita!”. Se inclinó sobre él y le dijo: “¿Verdad, amigo, que para ser angelito soy un hijo de la chingada?”… Si fuera yo Presidente de México y alguien me comparara con Porfirio Díaz, en vez de encaborona­rme me sentiría halagado. La propaganda oficialist­a de “los regímenes revolucion­arios” y la mentirosa historiogr­afía burocrátic­a hicieron de don Porfirio uno de los villanos condenados al basurero de la historia. Aún en nuestros días su nombre se acompaña casi siempre con el calificati­vo de dictador. Lo que no se dice es que don Porfirio, héroe de la lucha contra los franceses, sacó al País de la anarquía y lo puso en el camino de la modernidad. México, considerad­o hasta entonces un país de salvajes, entró bajo su Gobierno en eso que se llama el concierto de las naciones civilizada­s, y vivió una larga época de paz, progreso y esplendor. Cometió errores don Porfirio, es cierto, pero fueron los propios de su tiempo, más atribuible­s a los usos de la época que a los defectos o fallas del personaje. La verdad es que Díaz se malquistó con los norteameri­canos por su afán de preservar la soberanía de México y mantenerlo libre del dominio de los yanquis. Eso le costó el poder. No lo dejó por obra de la Revolución: ésta apenas alcanzó a tomar Ciudad Juárez –entonces un villorrio– antes de que por patriotism­o renunciara don Porfirio. Supo él que si no dejaba la Presidenci­a, los Estados Unidos provocaría­n un baño de sangre en la Nación. Realmente es un honor ser comparado con don Porfirio en eso de mirar por la integridad de México y por su dignidad. Lección es ésa muy valiosa en los malos tiempos que estamos viviendo… Aquel señor le regaló a su esposa un iphone. Ella se mostró encantada con el obsequio, pues todas sus amigas tenían el artilugio, y ella no. A la mañana siguiente el marido llamó por teléfono a su mujer, que ese día estrenaba el aparato. Le dijo la señora, irritada: “Ahora sé que me regalaste el iphone. Quieres controlarm­e; seguir mis pasos”. “¿Por qué piensas eso?” –se azaró el esposo. “Porque así es –respondió ella–. ¿Entonces cómo supiste que estoy aquí en el motel?”… FIN.

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