Vanguardia

Historia de Loncho, el discreto

‘Catón’ Cronista de la Ciudad

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Si hubiera un Premio Nobel de la Discreción yo le pediría a la Real Academia de Ciencias y Artes de Suecia que se lo entregara a Loncho.

No sé el nombre de Loncho. Puede ser que se llamara Leoncio, o Alonso... También ignoro su apellido.¬ Y aun cuando lo supiera no lo revelaría, pues quiero ser tan discreto como él. Este Loncho era el chofer de un político de la Ciudad de México. Todos los políticos de la Ciudad de México tienen chofer. Si se hiciera salir de la Capital de la República a los políticos y a sus choferes, la población del Distrito Federal quedaría reducida a la mitad.

Buen chofer era Loncho, lo que sea de cada quién. No sólo cumplía con eficiencia y puntualida­d las obligacion­es derivadas de su cargo: a más de eso servía también a la esposa de su patrón, y aun hacía trabajos de la casa que nada tenían que ver con su tarea oficial. Era una joya Loncho. Si por algo quería la señora que su marido siguiera en la política era para no perder a aquel valioso servidor.

La cualidad mayor de Loncho era la discreción. Esta virtud escasea mucho. A todos nos gusta el chisme, y eso de: “Mi pecho no es bodega” es falso justifican­te que hace caer a muchos en el pecado de la murmuració­n.

No así Loncho. El hombre era una tumba. No hablaba, y parecía que tampoco veía ni escuchaba. La lealtad debida a su patrón era sagrada para él; no habría faltado a ella aunque lo sometieran a torturas como las de la Santa Inquisició­n, la Gestapo, la KGB o –peor todavía- la policía judicial mexicana.

Sucedió cierto día que el patrón de Loncho, es decir el político que digo, llegó a su casa en horas de la madrugada. Alegó no sé qué junta de trabajo, no sé qué urgentísim­a cuestión que lo obligó a permanecer en su oficina casi hasta el amanecer. El olfato de las esposas, sin embargo, es más fino que de sabueso o perro perdiguero, y la señora receló. Pero supo que de su marido no iba a sacar nada, de modo que enderezó sus baterías hacia Loncho. Cuando llegó lo llamó aparte y le preguntó: -Dígame, Loncho: ¿a dónde llevó ayer a mi marido? -A su oficina, señora, como siempre –respondió él sin dar a ver ninguna inquietud. -Sí, Loncho –concedió la señora-. Pero después. -Después lo traje aquí –contestó el chofer. -Sí, Loncho. Pero antes. -Antes no recuerdo a dónde lo llevé, señora. -¿Cómo que no recuerda? –se amoscó la mujer-. ¿Acaso no puede recordar usted lo que hizo anoche? -Perdone la señora, pero no, no me acuerdo -Loncho –se puso severa la esposa del político-. Le ordeno que me diga a dónde llevó anoche a mi marido. -Perdóneme, señora: no se lo puedo decir. -Loncho –cambió de táctica la esposa suavizando el tono de la voz-. Le suplico que me diga, por favor, a dónde llevó anoche a mi marido. -Discúlpeme otra vez, señora, pero no se lo voy a decir. Entonces la mujer estalló: -¡Mire, Loncho! –le dijo hecha una furia-. ¡Si no me dice a dónde llevó anoche a mi marido, haré que lo despida!

-No se lo puedo decir, señora –replicó el Loncho con firmeza-. Mi primera obligación es ser discreto. Por eso no le puedo decir a dónde llevé anoche al patrón. Mi discreción es a toda prueba. Si alguna vez usted me pide que la lleve a ese congal, tampoco se lo diré a nadie.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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