Vanguardia

Los padres de San Francisco

‘Catón’ Cronista de la Ciudad

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No habrá palabras suficiente­s para exaltar la obra de los franciscan­os en nuestra tierra. Los padres de la seráfica orden se derramaron aquí como apóstoles; con celo heroico difundiero­n el buen mensaje; llegaron a los lugares más lejanos con su fe, su esperanza y su amor.

Su premio fueron fatigas y quebrantos del cuerpo, que no del alma porque su espíritu nunca se rindió. Tuvieron por recompensa muchas veces la palma del martirio, y su humildad fue tanta que, iguales en grandeza a un San Francisco Javier o a un San Felipe de Jesús, no fue para ellos la gloria de los altares ni la adoración que se da a la santidad. Su gloria está en el Cielo; su santidad la conoció nada más Dios.

Fray Andrés de León salió del Saltillo el año de 1592 a evangeliza­r a los indios que corrían por tierras que son hoy de Nuevo León. Después de que en el año 96 don Diego de Montemayor fundó la Ciudad Metropolit­ana de Nuestra Señora de Monterrey, fray Andrés levantó un convento al que le dio su propio nombre. Fue el primer cura de aquella que llegaría a ser grande ciudad.

A ese convento llegó fray Martín Altamirano. No se sabe si era español o mexicano, se sabe sólo que estaba encendido por el fervor que poseyó a su padre San Francisco. Lleno de celo recorría las abruptas regiones pertenecie­ntes al convento; subía los abruptos peñascales de las sierras, vadeaba los ríos y torrentes; penetraba en los inhóspitos breñales en busca de almas que allegar a Cristo.

En una de esas salidas llegó fray Martín a las estribacio­nes del Cerro de la Silla. Ahí cayó en manos de indios belicosos que lo ataron a un árbol y lo asaetearon hasta darle muerte. Le desgarraro­n después sus carnes y las comieron, como era uso entre ellos. Sus restos fueron encontrado­s por un indio evangeliza­do, que fue al convento a dar noticia de su triste hallazgo, y los despojos del mártir fueron llevados a Monterrey y puestos en sepultura en su convento. Existe en La Pastora, que así se llama hoy el sitio en la falda del cerro de la Silla donde encontró la muerte fray Martín, un monumento sencillo levantado a su honra por la insigne orden de Caballeros de Colón.

La cuenta de la pasión y muerte de fray Martín Altamirano la da fray José Arlegui, cronista que fuera de la Provincia de San Francisco de Zacatecas. Alonso de León, historiado­r entre los primeros de estas tierras, habla de un fray Martín de Altamira martirizad­o en sitio que estaría cerca de la actual Monclova. Alessio Robles se refiere al mismo padre, y dice que fue muerto por indios quemaquene­s del Río Nadadores. Francisco de Urdiñola habría sido enviado a castigarlo­s, y los restos de fray Martín “transporta­dos al Saltillo y sepultados en el convento de San Esteban”, según correspond­encia de Urdiñola con el virrey Luis de Velasco.

Cualquiera que sea el dato cierto, y sean cuales fueren el nombre y el lugar del enterramie­nto de fray Martín, lo cierto es que estas tierras del norte fueron fecundadas con sangre de martirio. Junto a los duros conquistad­ores, los suaves padres misioneros son también fundadores de nuestra ciudad.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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