Vanguardia

La muerte del PRD

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Joven y guapo era el nuevo párroco del pueblo. Igualmente en flor de edad y bella era Tetina, una de sus feligresas. Cierto día la curvilínea moza fue a confesarse con el apuesto cura. Le dijo: “Padre: temo irme al infierno”. “¿Por qué?” –se sorprendió el confesor. Respondió Tetina: “Estoy perdidamen­te enamorada de usted, y lo deseo con toda mi alma, y sobre todo con todo mi cuerpo. De ahí mi temor a condenarme. ¿Usted cree que me salvaré?”. “De momento sí – respondió el padrecito–, porque tengo muchas confesione­s; pero después no te aseguro nada”… Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hizo un viaje de turismo a África y trajo consigo una estatuilla de ébano. La vio la criadita de la casa y le preguntó con inquietud: “¿Qué es eso?”. Respondió doña Panoplia: “Es un símbolo fálico”. “Pos, la verdad, señito –declaró con escepticis­mo la mucama–, a mí me parece otra cosa”… El subgerente de la empresa de don Algón renunció a su cargo, y el mensajero de la compañía fue a solicitar su puesto. “¡Estás loco! –se burló don Algón–. Para ser subgerente hay que tener muchas cualidades”. Replicó el empleado: “Yo tengo solamente dos: un video de usted y su secretaria follando en la oficina, y el número del celular de su señora”… Juanilito le pidió a Pepito que le prestara su bicicleta. “No –negó el chiquillo–. Y mi fundillo no es garaje”. “¿Por qué me dices eso?” –se extrañó el otro. Respondió Pepito: “Es que segurament­e me vas a decir que me meta la bicicleta en el fundillo”… La hija de don Poseidón, granjero acomodado, fue a la ciudad a cursar estudios universita­rios. Pocos días después doña Holofernes, la mamá de la muchacha, le informó a su marido: “Llamó Bucolina. Me dijo que ya la matricular­on”. “¿Lo ves? –exclamó consternad­o el vejancón–. ¡Siempre supe que algo malo le iba a pasar en la ciudad!”… Cada año los maestros jubilados debían presentars­e en la capital del Estado a fin de comprobar que aún vivían, y así poder seguir cobrando su pensión. Quienes por causa de su avanzada edad, o por estar enfermos, no podían hacer el viaje enviaban una carta en la cual estampaban su huella digital, lo cual era admitido como prueba de superviven­cia. En un alejado municipio falleció una anciana profesora. La pensión que recibía cada mes servía para mantener a sus tres hijos, adultos ya los tres y los tres igualmente huevones, si me es permitido ese culteranis­mo. Con la muerte de la madre, los haraganes iban a fenecer de hambre, pues ninguno de ellos sabía trabajar. Idearon entonces una estratagem­a que parece sacada de un relato de humor negro o de una película de horror. Antes de dar cristiana sepultara a la señora, le cortaron el dedo pulgar de la mano derecha y lo pusieron en el congelador de la nevera. Cada año lo sacaban de ahí e imprimían la huella en la susodicha carta. Si los aburridos y rutinarios burócratas encargados de hacer los pagos hubiesen puesto un poco de atención, se habrían percatado de que aquella maestra tenía ya 140 años de edad y seguía cobrando su pensión. El extraño suceso que acabo de narrar –verídico– me hace pensar en el PRD. Está ya muerto, o casi, y, sin embargo, sigue disfrutand­o de las prerrogati­vas, gajes, canonjías, sinecuras y prebendas de que gozan los partidos, partiditos, partidillo­s y partidejos gracias a una viciosa legislació­n electoral que permite que en un país inmensamen­te pobre haya políticos inmensamen­te ricos, como la señora Barrales con su departamen­to de un millón de dólares en Miami. Seguirá el PRD cobrando sus dineros, como los hijos de la maestra del relato, a pesar de que las ideas y principios que le dieron vida están ya muertos…. FIN.

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