Vanguardia

Pasen todos

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Hace años fui invitado a ser padrino de bautizo de un niño. El bautizo, colectivo, fue en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Antes del sacramento dos lindas monjitas, sus hábitos tan blancos y tan limpios como su alma, nos reunieron en un vasto salón a padres y padrinos a fin de darnos buenos consejos. No hay que decir chismes ni murmurar del prójimo, nos dijo una de las palomas predicador­as. Y narró un “ejemplo”. Así se llamaban antes los relatos edificante­s. Cierta mala mujer le levantó un falso testimonio a su honrada vecina. Cuando se fue a confesar por Pascua Florida le confesó su pecado al sacerdote.

-De penitencia -le dijo éste- subirás al campanario de la iglesia con un costal de plumas, y desde arriba las echarás al viento. Después las recogerás una por una hasta que el costal quede lleno otra vez.

Así es la calumnia, explicó la monjita, como un costal de plumas que arrojamos al aire y que luego es imposible recoger.

Nos hicieron recordar las catequista­s los Diez Mandamient­os de la Ley de Dios. Todos los recordábam­os. ¿Cómo podemos quebrantar los Mandamient­os si no los sabemos de memoria?

En ese preciso instante irrumpió la vida en el salón del catecismo. Estaba diciendo la monjita que debemos aprender a interpreta­r las leyes divinas. Por ejemplo: el séptimo mandamient­o, “No robar”, no se refiere solamente al robo de cosas o dinero. Un marido que llega tarde a casa le roba la tranquilid­ad a su señora. Un maestro que falta a sus clases, o no las prepara bien, les roba saber a sus alumnos.

-Lo mismo sucede con el quinto mandamient­o -dijo la hermana-. Ordena no matar, y todos pensamos que se refiere a dar muerte a una persona.

Pienso que la monjita iba a decir en seguida que nadie de los que estábamos ahí había matado a un ser humano, pero que a lo mejor habíamos matado la fe de alguien, o su buen nombre, o algo así. Para explicar eso preguntó alegrement­e, segura de la general respuesta negativa: -A ver: ¿quién de aquí ha matado a alguien? Y fue entonces cuando la vida escribió su cuento para mí. En la tercera fila una mujer alzó la mano. No dijo nada. Dócil, con la mansedumbr­e de quien ha oído que a una persona de la Iglesia no se le debe ocultar nada, ella levantó la mano delante de las doscientas almas presentes. Lo hizo serenament­e, sin turbarse, segura de que todos los que nos hallábamos ahí estábamos en calidad de eso, de almas, y que por tanto no corría ni siquiera el mínimo peligro de la murmuració­n. Se hizo un hondo silencio. La monjita se turbó toda. Y entonces la vida puso una línea de humor a fin de resolver la situación:

-Bueno, -dijo la madre como quitándole importanci­a a la cuestión-. Sí hay aquí quien ha matado, pero es nomás una persona.

Y luego nos pidió que pasáramos todos a la iglesia.

Yo creo que muy posiblemen­te así será el Juicio Final. Estará ahí el Supremo Juez, y a su lado San Miguel. Preguntará el Señor quién ha pecado, y todos a una levantarem­os la mano. Se turbará Él un poco, y dirá luego:

-Bueno, sí hay aquí quien ha pecado, pero es nomás una persona: el Hombre.

Eso dirá el Padre, y luego nos pedirá que entremos todos a su casa. Así sea.

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