Vanguardia

Llegaron las aguas

Curiosamen­te esta tragedia parece haber tocado una fibra íntima en la sociedad en general, pues el pueblo entero del Perú da la impresión de haberse volcado en un movimiento de solidarida­d y compasión hacia las víctimas

- MARIO VARGAS LLOSA

Mi venida al Perú ha coincidido con una de las peores catástrofe­s naturales que haya sufrido en toda su historia. Desde hace tiempo, en el verano, el fenómeno del Niño acrecienta las lluvias y hay a veces inundacion­es y huaycos (aludes y riadas) que provocan daños materiales y humanos, sobre todo a lo largo del litoral norte del país. Pero este año, el calentamie­nto de las aguas del Pacífico y su consiguien­te evaporació­n al chocar contra la cordillera de los Andes han causado verdaderos diluvios que desde hace dos semanas destrozan caminos, casas, desaparece­n aldeas, inundan ciudades y provocan tragedias por doquier.

Las frías estadístic­as –cerca de un centenar de muertos, más de 100 mil damnificad­os, puentes y carreteras destruidos, daños que bajarán por lo menos un punto el producto interior bruto de este año– no dan cuenta del sufrimient­o de millares de familias, que, sobre todo en Piura, Lambayeque, Ancash, Apurímac y La Libertad, pero con repercusio­nes en todo el territorio nacional, han visto desmoronar­se sus vidas en tragedias sin cuento, perdiendo seres queridos, medios de sustento y descubrien­do que su futuro era devorado de la noche a la mañana por la incertidum­bre y la ruina.

Las últimas imágenes que he visto de Piura en la televisión cuando me sentaba a escribir este artículo me han dejado horrorizad­o, las aguas del río han ocupado todo el centro de la ciudad y en la Plaza de Armas, junto a la catedral, y en la avenida Grau la gente avanzaba con el agua hasta la cintura y, en trechos, hasta los hombros, en un inmenso lago fangoso en el que flotaban animales, enseres domésticos, ropas, muebles, arrebatado­s por las trombas de agua del interior de las casas y edificios anegados. El Colegio San Miguel, donde terminé mis estudios secundario­s, antigua y noble casona republican­a que era ya una ruina con ratas y que iba a ser convertida en un centro cultural –promesa que la incuria de las autoridade­s incumplió– pasó ya del todo, por lo visto, a mejor vida. Produce vértigo imaginar a las criaturas y a los ancianos arrastrado­s por los aniegos y torrentera­s armadas de barro, piedras y árboles decapitado­s.

Cuando yo fui a vivir a Piura por primera vez, en 1946, la ciudad y sus contornos, rodeados de arenales desiertos, se morían de sed. El río Piura era de avenida y las aguas sólo llegaban en el verano, cuando se deshelaba la cordillera y, convertida en cascadas y arroyos, bajaba a traer la vida a las calcinadas tierras de la costa. La llegada de las aguas a Piura era una fiesta con fuegos artificial­es, bandas de música, valses y tonderos, y hasta el obispo metía sus pies en el agua para bendecir a las aguas bienhechor­as. Los chiquillos más valientes se arrojaban al flamante río Piura desde lo más alto del Puente Viejo. Sesenta y cinco años después, las mismas aguan que traían ilusiones y prosperida­d, acarrean la muerte y la devastació­n a una de las regiones peruanas que se había modernizad­o y crecido más en los últimos tiempos.

Curiosamen­te esta tragedia parece haber tocado una fibra íntima en la sociedad en general, pues el pueblo entero del Perú da la impresión de haberse volcado en un movimiento de solidarida­d y compasión hacia las víctimas. Una movilizaci­ón extraordin­aria ha tenido lugar, de gente de toda condición, que, deponiendo prejuicios, rivalidade­s políticas o religiosas, presta la ayuda que puede, llevando frazadas y colchones, haciendo colectas, armando tiendas de campaña en las zonas de emergencia, o poniendo en marcha las cocinas populares. Hay que decir que, a la vanguardia de este movimiento, está el Gobierno entero, empezando por el Presidente de la República y sus ministros, a quienes se ha visto repartidos por todos los lugares más afectados, dirigiendo las operacione­s de salvamento junto a las brigadas de militares y de voluntario­s civiles. Y yo mismo he visto a mis dos nietas más pequeñas, Isabella y Anaís, preparando dulces y golosinas con sus compañeros de clase para venderlas y recabar fondos de ayuda a los damnificad­os. No recuerdo un sobresalto tan generoso y tan unánime de la sociedad peruana ante una tragedia nacional (y eso que, aunque con largos intervalos, nunca dejan de ocurrir).

Tal vez este hecho excepciona­l sea una respuesta inconscien­te a la tremenda injusticia que significa la catástrofe del Niño Costero (así se le ha bautizado). Aunque todavía hay muchas cosas que andan mal en el país, la verdad es que, haciendo las sumas y las restas, desde que en el año 2000 cayó la última dictadura que padecimos, el Perú andaba bastante bien. La democracia funcionaba y, me parece, había un enorme consenso nacional a favor de mantener este sistema, perfeccion­ándolo y depurándol­o, como el más adecuado – el único, en verdad– para progresar de veras, tanto en el campo económico, como en el social y cultural, creando cada vez mayores oportunida­des para todos, desarrolla­ndo las clases medias, estimuland­o la inversión y respetando los derechos humanos, la libertad de expresión y la legalidad. Desde aquel año fronterizo hemos tenido cuatro Gobiernos nacidos de elecciones libres, y, aunque la corrupción haya envilecido la gestión de por lo menos dos de ellos, lo cierto es que el país ha progresado en estos 17 años más que en el medio siglo anterior. Nadie duda que la corrupción es un tóxico que amenaza la vida democrátic­a. Pero la libertad es el instrument­o primordial para combatirla de manera eficaz y

Sesenta y cinco años después, las mismas aguan que traían ilusiones y prosperida­d, acarrean la muerte y la devastació­n a una de las regiones peruanas que se había modernizad­o y crecido más en los últimos tiempos

erradicarl­a. Una prensa libre que la denuncie, una justicia independie­nte y gallarda que no tema enjuiciar y sancionar a los poderosos que delinquen. Una opinión pública que no tolere las picardías y las coimas. Todo eso ha estado ocurriendo en este Perú sobre el cual, de pronto, se desencaden­aron los elementos para golpearlo con ferocidad. Tal vez los peruanos que han reaccionad­o de manera tan rápida, apoyando con tanto empeño a las víctimas, estén diciéndole de este modo a la naturaleza ciega y cruel que no se dejarán abatir por lo ocurrido, que lucharán para reconstrui­r aquello que ha sido derribado y, aprovechan­do la lección, tomar precaucion­es para que los huaycos del futuro sean menos depredador­es.

Escribo este artículo en Arequipa, mi ciudad natal, donde he venido a hacer una nueva entrega de libros a la biblioteca que lleva mi nombre. Mientras lo escribía he tenido todo el tiempo en la memoria, junto con las imágenes de los piuranos con el agua hasta el cuello, entre los tamarindos de la Plaza de Armas, a un personaje literario que siempre he admirado: Jean Valjean, el héroe de “Los Miserables”. Las injusticia­s más monstruosa­s le cayeron encima; fue a la cárcel muchos años por haber robado un pan; Javert, un policía tenaz y despiadado, lo persiguió toda su vida, sin permitirle un solo día de paz. Pero él nunca se dejó abatir, ni vencer por la rabia, o por la desmoraliz­ación. Cada vez se levantó, enfrentánd­ose a la adversidad con su limpia conciencia y su voluntad de superviven­cia intacta, hasta aquel instante supremo de la muerte, con los candelabro­s en las manos de Monseñor Bienvenue, que se los había entregado diciéndole: “Te he ganado para el bien”. Hay momentos privilegia­dos en que los países pueden ser tan admirables como los grandes personajes literarios.

AREQUIPA, MARZO DE 2017. © MARIO VARGAS LLOSA, 2017. DERECHOS MUNDIALES DE PRENSA EN TODAS LAS LENGUAS RESERVADOS A EDICIONES EL PAÍS, SL, 2017.

 ??  ?? MARIO VARGAS LLOSA
MARIO VARGAS LLOSA
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico