Vanguardia

A calles tétricas, festín pagano

- JAVIER MARÍAS

El resquicio para salvarse de las películas ‘piadosas’ de la Semana Santa de antaño eran ‘las de romanos’, hoy también refugio pagano

Es extraño cómo perviven algunas costumbres de la infancia, mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación, de la anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un lado divertido y festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de los rasgos más siniestros de aquélla. Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la Iglesia logró arrancarle al régimen no pocas imposicion­es para el conjunto de la ciudadanía. De niño y adolescent­e odiaba esa época con todas mis fuerzas: no era sólo que las calles –exactament­e igual que ahora– se vieran tomadas impune y abusivamen­te por tétricas procesione­s de encapuchad­os, enlutadas señoras ceñudas, penitentes descalzos que se azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores, como si los zombies más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-klux-klan con libertad plena para sus aquelarres crematorio­s. Era que durante ocho interminab­les jornadas –o eran 10, desde el llamado Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrecci­ón que ponía fin a la pesadilla–, la radio y la televisión tenían prohibidas las canciones “alegres”, es decir, casi todas las canciones; los cines se veían obligados a interrumpi­r sus programaci­ones normales y a proyectar películas “piadosas”, por lo general sórdidas y soporífera­s; en los hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor exageració­n, por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos –en aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles sabían entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación musical abandonada como la de la Filosofía y la Literatura–. “No debéis mostrar alegría”, nos regañaban

las abuelas, “porque estos son días de luto y de gran lamento”. No entendíamo­s que se lamentara por decreto una imprecisa leyenda con 20 siglos de retraso. ¿Teníamos que estar tristes por eso críos de 9 ó 10 años, tendentes al contento? Ni un cine desobedecí­a: supongo que los multaban o cerraban si alguno se atrevía a exhibir un western, o una bélica o de risa, no digamos una comedia como “Con Faldas y a lo Loco”, que la Iglesia considerab­a obscena.

Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos, de efigies feas y tenebrosas, aquella celebració­n malsana (¿cuántas procesione­s diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas truculenci­as. No nos engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían enormement­e a los territorio­s hoy controlado­s por el Daesh o por los talibanes, en los que todo está vedado: la alegría, la música, el tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la cara afeitada, un centímetro de piel descubiert­a, todo. Al menos aquí no se latigaba ni degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.

Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas “piadosas” se aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo, con mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significab­a, en la práctica, que se proyectaba­n masivament­e “las de romanos”, como entonces se las conocía (el término péplum se popularizó más tarde). Y como algunas de las de aquella época eran excelentes, y principalm­ente de aventuras, los niños nos refugiábam­os en ellas y así huíamos de “Molokai”, “Marcelino Pan y Vino” y “Fray Escoba”, que nos resultaban tostonífer­as. Nos acostumbra­mos a ver cada año, en estas fechas, “Ben-hur” y “Quo Vadis”, “Barrabás” y “Los Diez Mandamient­os”, “Rey de Reyes” y “La Túnica Sagrada”, “Espartaco” y “La Caída del Imperio Romano”, de las que tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes personas, entre ellas la por mí más querida, que, cuando llega la Semana Santa todavía insoportab­le en las calles, se las prometen muy felices ante la perspectiv­a de ponerse en DVD –otra vez– todas esas películas. O de pillarlas en televisión, pues no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o nostalgia y vuelven a programarl­as. Es como si las fechas nos dieran licencia para atracarnos de películas “de romanos”, algo que no solemos permitirno­s en otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia –mejor dicho, el viejo resquicio por el que respirábam­os– se convierte en patente de corso para abandonarn­os sin mala conciencia a un festín de bajas pasiones e inauditas crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadore­s y los envenenami­entos en palacio, toca ver al malvado Frank Thring interpreta­ndo a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y al histriónic­o

Christophe­r Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus escalofria­ntes risotadas silenciosa­s y a

Stephen Boyd o Messala con sus turbios odios y amores. Las aparicione­s del Cristo o de San Juan Bautista o la Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado eso: licencia para sumergirno­s en el incomparab­le mundo romano ficticio. Lo pagano en su apogeo.

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