Vanguardia

Derek Walcott (1930-2017)

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El libro fue un regalo del líder del Congreso local, José María Fraustro (“Súper Chemota”), en unas Navidades de hace tres o cuatro años, según pálido recuerdo en mi precaria memoria. Es el libro “Pleno Verano”, poesía selecta de Derek Walcott. El libro es una bien cuidada edición en tapa dura en traducción del poeta José Luis Rivas. Lo he leído no de tirón, sino a cuentagota­s, en dosis bien administra­das, como debe hacerse en ocasiones con ciertos libros. Éste es uno de ellos. Y el libro y su autor vienen a cuento porque recién ha fallecido y luego de una penosa enfermedad, el poeta Derek Walcott (1930-2017), quien fue Premio Nobel de Literatura en 1992. Pérdida irreparabl­e de quien era considerad­o el más grande poeta entre los vivos. Faro de luz en la isla atiborrada de sevicia de hoy.

Debido a su fallecimie­nto, acometo la lectura de su libro, su poesía selecta, de un tirón y hasta terminarla. Pero extraña cosa decir lo anterior, hasta terminarla. Imposible. La poesía jamás se agota. Muta solamente, se trastoca e incluso se desordena, pero se convierte siempre en materia inflamable que hierve y arde dependiend­o del día y de nuestra lectura y apetencias del momento. Walcott fue escritor de poemas y dramaturgo, también pintor. Pero el escribir versos de una cadencia homérica le valió el máximo reconocimi­ento de las letras (amén del credo fundamenta­l: el de sus lectores), la concesión del Nobel de Literatura. Era un pensador, un artista en la amplitud del término y sin sujetarlo en académicos corsés, como bien lo definimos ya en columna pretérita en “Café Montaigne”.

El padre del poeta era pintor de raza negra y su madre era una profesora. Walcott nació y murió en Santa Lucía, una isla pequeña en la cual su posibilida­d de desarrollo cultural era limitado, pero no así su imaginació­n. De hecho, ese hábitat insular fue el germen, la semilla que florecería en sus mejores textos y libros de poemas. Su primer poemario, “25 Poemas”, fue pagado por él mismo con los dineros prestados por su madre. Igual que Walt Whitman en su momento, ese santón norteameri­cano. Ya luego ganaría una beca Rockefelle­r para estudiar en Nueva York. Se mudó posteriorm­ente a la cercana Trinidad. Aquí fundó y dirigió “Trinidad Theatre Workshop”. Lo demás es historia. Inició su largo camino como poeta y sus libros se fueron editando lo mismo en Inglaterra que en EU. Traduccion­es se fueron sucediendo y se convirtió, como todo buen escritor, en ciudadano del mundo. Con la concesión del Nobel, su poesía se hizo eterna. Aunque ya lo era. Poesía no para las masas, sino para el intelecto y los días más finos y largos de la vida.

Cuando se le otorgó el Nobel, la Academia definió sus textos como una obra “poética de gran luminosida­d, con una visión histórica, fruto de un compromiso multicultu­ral”. Lector de John Milton, el reverendo y poeta John Donne y, claro, lector empedernid­o de Christophe­r Marlowe y William Shakespear­e en teatro y poesía, Derek Walcott asimiló las mejores lecciones de T. S. Eliot en sus textos. Buen antillano, gustaba del tabaco y el trago. En 1990 y bajo el palio de la publicació­n de su libro “Omeros”, amén de haber sido su consagraci­ón definitiva y reconocimi­ento universal, le valió dos años después el Nobel de las letras. La tormenta de giras, discursos, lecturas, presentaci­ones y la concesión de doctorados honoris causa alrededor del mundo no se hizo esperar.

“Omeros” es su libro más alto. Una gesta y epopeya homérica precisamen­te. Una “Odisea” caribeña. Aquí Antígona, de tez morena, en su Canto III, espeta con amargura en sus versos: “Estoy harta de América, ya es hora de que retorne / a Grecia. Añoro mis islas”. La insularida­d de sus textos es regla y aquí fundamenta la mayor parte de su apuesta vital. En “Omeros”, Helena es una fámula negra y Ulises, buscando sus raíces, no su futuro, bucea en la costa occidental de África. No el futuro, el cual no existe, sino el indagar de dónde venimos. Buscar nuestras raíces para renacer fuertes y atados con entereza a este mundo el cual siempre es amenazante.

En otro poema, “Mapa del Nuevo Mundo”, la cabellera de Helena es “una nube gris” y Troya un “foso blanco de ceniza / a orillas de la mar donde llovizna”. Poesía para otro público, donde hierve la condición humana ancilada ésta en hurgar en los mitos fundadores que nos dan vida, identidad y pertenenci­a. En su existencia por la tierra, no estuvo exento de escándalos. Por ello dejó Oxford en su momento. Su poesía es insular, en esa pleamar de la cual nos aferramos a cualquier tabique a la mano para estar a flote. “Alguna vez pensé que el amor a la patria bastaba…” No es suficiente. Luego desataría un infierno: “Veo a las mejores mentes hozando como perros / por retazos de favores…” En esto se han convertido los artistas y ese monstruo, esa hidra llamada Secretaría de Cultura.

“El silencio es más potente que el trueno…” El silencio de Derek Walcott es ensordeced­or. Ya es eterno. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

VALERIA LUISELLI

> Grilletes

ARNOLDO KRAUS

> Pobreza y salud

JORGE ISLAS

> Ciao, profesor Jean Cusset, ateo con excepción de la vez que oyó el “Gloria” de Vivaldi, dio un nuevo sorbo a su martini –con dos aceitunas, como siempre– y continuó.

–Se dice que el soneto más bello que se ha escrito es el que posiblemen­te escribió fray Miguel de Guevara en el Siglo 17, aquel que empieza: “No me mueve, mi Dios, para quererte...”. Poema del perfecto amor a Cristo es ése, pues en él se le ama por Él mismo, por la piedad que inspira su crucifixió­n, y no por la esperanza de ganar el cielo o por el miedo que el infierno inspira. Siguió diciendo Jean Cusset: –En mis lecturas orientales encontré un poema muy parecido. Lo escribió una mujer arábiga de nombre Rabbia, que era esclava. Poema místico es también ése, y dice así: “Señor mío: si te sirvo por miedo al infierno, arrójame en él; si lo hago por la esperanza en el paraíso, exclúyeme de él. Pero si te amo por ti mismo, entonces no me prives de tu eterna belleza”.

–Este poema se compuso el año 800 –dijo Jean Cusset–. Está dedicado a Alá. Con la misma belleza otros pueden alabar a Dios, aunque su Dios no sea el nuestro.

Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.

¡Hasta mañana!...

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JESÚS R. CEDILLO
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