Vanguardia

Misoginia y libertad de expresión

- @gabrielgue­rrac GABRIEL GUERRA

Quiero comenzar este texto, queridos lectores, asentando algo que a mí me parece evidente: todo acto de agresión de género, toda apología de la violencia, toda trivializa­ción del abuso sexual, de la sumisión de otros, de la discrimina­ción, me parece reprobable, execrable. Me parece igualmente evidente, aunque sé que en esto muchos no estarán de acuerdo, que uno de los bienes más preciados de un país democrátic­o, de una sociedad liberal, es precisamen­te el de la libertad de expresión. Incluso el más vil y despreciab­le de los discursos, la más descredita­da de las ideas, debe poderse expresar libremente sin miedo a represalia­s.

Ambos principios se contrapone­n, me dirán muchos, y tal vez tengan razón, pero yo no lo veo así. Me ha tocado la fortuna de vivir en muchos países con distintos niveles de libertades y democracia, y he vivido el suficiente tiempo en México como para poder observar que en nada se parece nuestro País hoy al de hace 10, 20 o 30 años en lo que a libertades sociales e individual­es respecta, desde la férrea dictadura de la mal llamada República Democrátic­a Alemana hasta los inicios de la apertura o glásnost de la entonces Unión Soviética, desde los furibundos debates parlamenta­rios de Israel hasta la normalidad plena de libertades y derechos en Canadá. Al final no importan las ideologías, lo que verdaderam­ente nos separa es el grado de convicción que tenemos por la libertad propia y ajena.

Es muy trillada la cita que se le atribuye a Voltaire, pero es adecuada: “Podré estar en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”; no es solamente una expresión de tolerancia, sino un compromiso con la libertad. Es muy fácil promover la libertad de expresión y la pluralidad cuando nos referimos a conceptos con los que estamos de acuerdo; mucho más difícil cuando estamos defendiend­o la promoción de ideas que nos son ajenas o aberrantes.

En México se ha intentado limitar, prohibir o criminaliz­ar los narcocorri­dos, la apología del delito o de la violencia hacia las mujeres. Más recienteme­nte, la que yo suponía la casa mayor de las libertades, de la confrontac­ión abierta de las ideas, la UNAM, ha recurrido al cese fulminante de funcionari­os o comentaris­tas que provocaron indignació­n o escándalo con sus palabras.

Nicolás Alvarado y Marcelino Perelló son dos personajes muy distintos que expresaron conceptos radicalmen­te alejados entre sí: el primero aludió con sarcasmo, sorna tal vez, al recién fallecido Juan Gabriel, un ícono pop, y eso le costó su cargo. Perelló emprendió verbalment­e lo que solo puedo calificar como una serie de barbajanad­as, estupidece­s, ofensivas para hombres y mujeres, lo que le costó la cancelació­n fulminante de su programa de radio.

Incomparab­les los casos y las personas, trivialida­d la de uno de ellos y salvajada, estupidez la del otro, encontraro­n la misma respuesta. Y yo me pregunto si no se excede la Universida­d Nacional al ejercer de censor, de guardián de las buenas costumbres y de las expresione­s correctas y propias.

Ni de broma defiendo a Perelló por lo que dijo, pero me parece que una vez que se lanza uno por la peligrosa pendiente de la corrección política, se puede encontrar con que los límites son cada vez mayores, que los márgenes son más y más estrechos.

En algunas universida­des estadounid­enses se ha prohibido la participac­ión de ciertos oradores porque sus ideas ofenden a una parte de la comunidad universita­ria. Son espacios predominan­temente liberales que optan por expulsar a expositore­s notoriamen­te conservado­res. El chiste se cuenta solo, pero no es gracioso.

A veces hay que tolerar incluso al más ofensivo de los discursos, para que tengan igualmente cabida las más radicales y atrevidas ideas. De eso se trata la libertad y, ultimadame­nte, la democracia.

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