Vanguardia

Mister Joe

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

Supongo que mister Joe supo morir bien, pues que tan bien supo vivir. Nada de lo humano le fue ajeno. Alguna vez nos habló de la cita erótica que tuvo con una chica. Habían quedado los dos de verse en un cuarto de hotel.

–Llegué con una hora de anticipaci­ón –contó–, y a fin de disponerme para el encuentro me puse a leer la Biblia. Alguien se sorprendió, y aun se escandaliz­ó un poco, al escuchar aquello de prepararse para una cita erótica leyendo el libro sagrado.

–Leí el Apocalipsi­s –explicó él–. Nada te invita a gozar tanto de la vida como leer un libro en el que tanto se habla de la muerte.

Dos cosas le gustaban a mister Joe: los libros y la naturaleza. Era muy viejo ya cuando lo visité en su rancho, unas 50 millas al noroeste de Brownsvill­e, Texas. Había conocido a gente que conoció a Emerson y a Thoreau; había visto los últimos ejemplares del lobo negro mexicano, y en su niñez vio desfilar los rebaños interminab­les de los búfalos. Sabía palabras en lengua de comanches, que aprendió de niño, y afirmaba haber sido él quien vio al último oso grizzly avistado en Texas.

Los jóvenes de su tiempo no lo entendían. A ellos los deslumbrab­a Hemingway, y él les decía que antes de que naciera ese escritor había existido otro muy bueno que se llamaba Homero. En materia de religión tenía ideas heterodoxa­s. Cierto día un clérigo le preguntó cómo estaba su relación con Dios. Caminaban los dos en aquel momento por un prado lleno de esa bella flor, emblemátic­a de Texas, llamada bluebonnet. Le contestó al predicador:

–Estoy en muy buenos términos con Dios, reverendo. Por ejemplo, en este momento lo estoy pisando, y no me lo reprocha.

Usaba extrañas metáforas o símiles. Me dijo alguna vez:

–Pensemos en una cadena formada por millones de eslabones. Los que están al principio o al final no saben de la existencia de los que están en medio. Pero están unidos a ellos, y todos son importante­s. Si uno, cualquiera, se rompe la cadena ya no es una cadena. Del mismo modo la hormiga y la estrella parecen muy lejanas, pero ambas son eslabones de esa cadena. Y nosotros también.

Mister Joe era gran bebedor de whisky. Bebía la primera copa con el café de la mañana, y la última poco antes de apagar la luz para dormir. Fumaba en pipa, aunque siempre pensé que usaba eso como pretexto para callar. Nunca se casó, pero amó a muchas mujeres –quiero decir que amó a la mujer–, y por ellas sufrió penas. Si alguien le preguntaba por qué no se había casado respondía:

–A fin de gozar con plenitud de la belleza hay que aprender a disfrutar la rosa sin separarla de su tallo.

Nunca logré descifrar el sentido de esa frase. No supe si era una declaració­n estética, un manifiesto contra la propiedad privada o un himno a la libertad individual.

Mister Joe murió a los 97 años de su edad. Pocos días antes de su muerte escribió en una bolsa de papel lo que parece el principio de un poema que se proponía continuar. He aquí la imperfecta traducción que hice:

Fui mi propia casa, mi propio palacio, mi propio templo.

Cuna, llegué a ser ataúd. Ataúd, mañana seré cuna.

Parece un epitafio, pero es más bien una biografía. O varias.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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