Dos problemones nacionales
ninguna base biológica para afirmar que los mexicanos o latinos tenemos predisposición al pensamiento o los comportamientos machistas.
Tendríamos que voltear a ver en cambio los valores (o antivalores) dominantes en el seno familiar, que esos sí son determinantes.
Aborrecemos el machismo, claro, pero únicamente en el discurso. En la práctica aún se fomenta y hasta exige como requisito para ser competitivo en ciertos ámbitos.
Peor aún, nuevas generaciones de machos mexicanos no dejan de gestarse en el corazón de nuestras familias eminentemente matriarcales.
Es debatible y discútamelo si usted gusta (que al cabo me voy a ausentar un par de semanas), pero el machismo es históricamente obra de nuestras mujeres. Ni modo que salgan machitos por generación espontánea.
Por alguna razón (que de momento no podemos darnos el lujo de detenernos a analizar), las principales víctimas del machismo son las mismas que forjarán una nueva generación de machos que habrá de victimizar a otras mujeres que a su vez perpetuarán, por medio de su descendencia, este ciclo transgeneracional sin fin.
¿Es el machismo un problema? ¡Problemón! ¡Vaya que lo es! Pero que nos queden claras dos cosas: ni lo traemos en el ADN, ni se genera de manera espontánea por una cuestión étnica o geográfica, sino que demanda discípulos devotos de este esquema de individuos, familia y sociedad.
Pasa lo mismo con la corrupción, que es otro de los azotes del mexicano (y no crea, del mundo en general).
Referirnos a “la corrupción” así, en tercera persona, como una entidad con vida propia y en la cual no tenemos nada que ver, ni acciones a tomar ni responsabilidad, es una de las peores formas de negación en que sistemáticamente incurrimos. Pero, como reza aquella máxima popular, “la corrupción somos todos”. Aunque, y permítame aquí ser enfático, es además de erróneo tremendamente irresponsable afirmar, como dijo el presidente Peña Nieto, que la corrupción es un asunto cultural, eliminando en su simplismo toda la responsabilidad que tiene el Gobierno sobre la inoperancia del Estado de derecho en México.
Sí, todos de alguna manera estamos eslabonados a la cadena de corrupción, pero no porque seamos culturalmente propensos a la corrupción, ni mucho menos genéticamente proclives a ésta. Es sencillamente que en tierra sin ley es mucho más probable que saquemos lo peor de nosotros en aras de supervivir y más aún cuando vemos que la corrupción rara vez tiene castigo, antes al contrario, suele ser ampliamente recompensada. Esto mismo pasaría en cualquier lugar del mundo en que imperasen nuestras condiciones que ya vemos como normales (“¡Es México, güey, capta!”).
No intento excusar a nadie. Está claro que para que prosperen hasta imperar, la corrupción lo mismo que el machismo exigen un amplio sector que se sienta cómodo bajo dichos atavismos perniciosos.
Sin embargo, en el caso concreto de la corrupción, conviene preguntarnos quiénes han sacado la tajada más grande y quiénes simplemente la aceptan (la aceptamos) como parte del statu quo. Cuando identifique a los primeros, sabrá que son precisamente quienes hacen un esfuerzo deliberado y sistemático por mantener inmutable el actual orden (desorden).
Ni cultura ni ADN. Sólo fenómenos nutridos, cultivados y auspiciados por quienes más se benefician de estos: en el caso del machismo, un matriarcado que se resiste a morir; en lo tocante a la corrupción, una élite política y empresarial. Pero en ambos casos, sin nombre ni rostro.