Te doy mi palabra
La palabra de honor es importante. La palabra de amor es bella. Pero este mundo sería muy aburrido sin la palabra de humor.
Yo hago uso de esa palabra aun sabiendo que a las palabras se las lleva el viento. Amo a las palabras, pues de ellas vivo y bebo. Las miro y remiro como si fueran perlas; aspiro su fragancia como si fueran flores; las estudio con la curiosidad del naturalista al microscopio y la estupefacción del astrónomo que mira al cielo.
¡Qué maravilla son las palabras! A mí me dejan sin habla. Ante vocablos como “palimpsesto” siento el impulso de hacer una reverencia. Tan humana es la palabra que en ella sopla el aliento de los dioses. No cabe duda: en el principio era el Verbo, aunque se enojen el sustantivo, el pronombre, el adjetivo, el adverbio, el artículo, la interjección, la conjunción y la preposición.
Los solemnes dómines dicen que las palabras son tan importantes que no se debe de jugar con ellas. Al contrario: tan importantes son las palabras que se debe jugar con ellas. Hemos de tomarlas como alegres pelotas de colores y hacer con ellas malabarismos de juglar. Hagamos juegos españoles de palabras; calambures franceses; limericks de Irlanda; puns ingleses...
Hagamos también albures mexicanos que son esplendor de inteligencia, hermético misterio, cerrados jardines para quien no ha nacido en este país maravilloso. Sólo quien tenga la galana y traviesa picardía de México -revelada por mi tocayo Armando Jiménez, de Piedras Negras- podrá aspirar a la suprema gloria de alburear a un Presidente de la República, como lo hizo para ganar una apuesta Edmundo Flores, a la sazón director del Conacyt cuando al dirigirse en un discurso a Echeverría le dijo para ganar una apuesta:
-Nosotros, los que hemos trabajado en el surco terroso...
¿Quién que no sea mexicano puede descifrar la arcana criptografía contenida en esa frase y ser el Champollion de sus implicaciones equívocas, eróticas, siquiátricas, vesánicas y sicalípticas? Yo, divertido, me imagino a don Marcelino Menéndez y Pelayo, a doña María Moliner, a don Ramón Menéndez Pidal y al fino escritor José Martínez Ruiz, conocido con el nombre de Azorín, mirándose los unos a los otros, boquiabiertos, en ardua consulta colegiada para intentar la explicación de ese sintagma que puede entender un cargador de la Merced y que sin embargo es para ellos enigma inextricable.
Guillermo Fárber me envió su libro: “Adiccionario del Chacoteo”. Es, de principio a fin, un juego de palabras. El prólogo lo escribió Raymundo Ramos -otro lúcido paisano-, y en él recoge perlas como aquella encontrada por el insigne cervantista don Francisco Rodríguez Marín:
“‘Dómine meo’ es término muy feo. Decid: ‘Dómine orino’, que es término más fino”.
En su diccionario propone Fárber inéditas definiciones: Aglutinar. Apretar los glúteos. Virgen. Mujer sin antecedentes peniles. Avenida. Orgasmo grande. Suegra. Su ogra. Vulva. Hembra del bulbo. Caputalista. El que hizo capital explotando pirujas.
Al dedicarme su libro escribió Guillermo: “Para Catón, el Grande, creador de varios de los voquibles (o equivoquibles) aquí recopilados”.