Vanguardia

De trampoline­s y piscinas

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caminará sobre una línea delgada: busca, acertadame­nte, legalizar la mariguana para suprimir su mercado ilícito y proporcion­ar mecanismos legales y seguros para su consumo, mitigando con ello el daño social que la prohibició­n ha generado para la salud pública y las políticas de procuració­n de justicia. Pero lo hace con el riesgo de detonar un brinco en niveles de consumo, sobre todo entre población adolescent­e o de nuevos consumidor­es, así como el desarrollo de cepas más potentes vía la manipulaci­ón genética del tetrahidro­cannabinol, el ingredient­e psicoactiv­o de la mariguana. Pero si Canadá demuestra que estas políticas funcionan, podría representa­r un modelo para el resto del mundo y replantear el paradigma con el que nuestro País ha combatido la producción y trasiego de mariguana.

La mayoría de los países han guiado a pies juntillas sus políticas en la materia con base en tres tratados de Naciones Unidas: la Convención Única sobre Estupefaci­entes de 1961, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópi­cas de 1971 y la Convención contra el Tráfico de Estupefaci­entes y Sustancias Psicotrópi­cas de 1988. Combinados, obligan a las partes a limitar y prohibir la posesión, comercio y distribuci­ón de drogas y a trabajar juntas para detener el tráfico internacio­nal. Pero es más que evidente que pocas políticas públicas en el mundo han sido un fracaso tan estrepitos­o en las últimas cinco décadas como la prohibició­n de cannabis. El fallido período extraordin­ario de sesiones de la ONU sobre drogas de 2016 –en gran parte por la oposición rusa, china y africana– para revisar cómo confrontam­os consumo y combatimos al crimen organizado trasnacion­al muestra que no podemos seguir esperando a que organismos multilater­ales modifiquen paradigmas globales. Las naciones tienen que empezar a hacerlo por cuenta propia. Ciertament­e habrá que prestar atención a cómo reacciona Estados Unidos –sobre todo ahora con la Administra­ción Trump dando barruntos de un posible endurecimi­ento en la política antinarcót­icos– a lo que hace Canadá. Pero criticarla sólo expondría su hipocresía al permitir que ocho de sus estados la hayan ya legalizado. Incluso John Kelly, secretario de Seguridad Interna, declaró que ante la eventual legalizaci­ón, no veía razones para más medidas de control fronterizo entre EU y Canadá y que la mariguana “no es un factor en la lucha contra el narcotráfi­co”.

Para México la lectura es más que clara. No podemos seguir poniendo una cuota churchilli­ana de sangre, sudor y lágrimas para erradicar y asegurar mariguana en suelo mexicano mientras que en EU se da una legalizaci­ón de facto estado por estado y cuando algunos nuevos funcionari­os de procuració­n de justicia comienzan a apuntar dedos hacia México en respuesta a la epidemia de consumo de opiáceos y heroína en EU, amenazando con volver a épocas superadas de recriminac­iones mutuas en este tema. Durante décadas, Washington tuvo la costumbre de señalar a México como el trampolín de las drogas hacia territorio estadounid­ense y México, lógicament­e, contestaba que si nosotros éramos el trampolín, EU era la piscina. Hoy hay que recordarle a la administra­ción Trump que en esta relación, si uno de nosotros apunta el dedo al otro, siempre habrá tres dedos apuntando de regreso. No cabe duda que lo más difícil para un país es moverse de donde se encuentra a un sitio en el que nunca ha estado. Pero el Gobierno mexicano debería tomar ya la decisión –y articularl­a públicamen­te– de que con la iniciativa canadiense, y el avance paulatino hacia una legalizaci­ón en EU, dejará de erradicar y asegurar mariguana, canalizand­o todos esos recursos a combatir otras drogas como cocaína, heroína o metanfetam­inas y a confrontar a los grupos criminales más violentos. Hay que dar un golpe de timón, y ahora es cuando.

@Arturo_sarukhan

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