Vanguardia

Si yo fuera priísta

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Llegó al pueblo una de esas nuevas sectas religiosas que dan regalos y dinero a sus conversos. Lo único que los ministros de la secta pedían a los aspirantes antes de entregarle­s los obsequios era que recitaran una oración del devocionar­io, que cantaran un himno el himnario y que presentara­n un testimonio para probar que ya eran salvos. Dos rurales mancebos de nombre Frumencio y Cerealino decidieron acudir al culto a fin de recibir los atractivos estímulos en dinero y especie que la secta daba a los conversos. Regresaron al rancho, sin embargo, muy decepciona­dos. Sus esposas quisieron saber qué les había sucedido. Narró Frumencio: “Todo iba muy bien. Rezamos sin equivocarn­os la oración, y cantamos con entonada voz el himno. Pero cuando nos pidieron que les mostráramo­s nuestros testimonio­s segurament­e nos equivocamo­s, porque se escandaliz­aron y nos echaron del salón”... Justiniano, joven y simpático notario, fue llamado por Miss Peni Sless, la rica solterona del pueblo. Le dijo que quería hacer su testamento. De los 4 millones de dólares que tenía en el banco una cuarta parte sería para su iglesia; otra para la Cruz Roja; la tercera para el asilo de ancianos y la última para la escuela secundaria. Añadió: “Tengo además otro millón de dólares en efectivo. Se los daré al hombre que me enseñe lo que es el amor”. El joven profesioni­sta comentó aquello con su esposa, y ella lo incitó a ser él quien se ganara ese dinero. “Total –le dijo con gran sentido práctico–, eso que tienes no es jabón que se desgaste”. Fue pues el fedatario a trabajar. A las 11 de la noche la esposa se preocupó al ver que su marido no volvía. Dieron las 12, y ni señas del notario. Inquieta, la muchacha lo llamó por el celular. Le dijo él en voz baja: “Ya me gané el millón de dólares en efectivo, y ya logré que se olvide de su iglesia y de la Cruz Roja. Dame un par de horas más y haré que le valgan madre también el asilo de ancianos y la escuela secundaria”… Un aficionado a la pesca le preguntó a otro: “¿Te acuerdas de Tetonina Grandnalgu­ier, aquella estupenda rubia que trabaja conmigo en la oficina?”. “Cómo no la voy a recordar –contestó el otro–. ¡Está buenísima!”. “Pues has de saber –relató el primero– que el pasado fin de semana fue conmigo a una cabaña a la orilla del lago”. “¡Qué suerte tienes, cabrísimo grandón! –exclamó con admiración el otro–. Y ¿cómo te fue?”. “¡Fantástica­mente! –exclamó el tipo, feliz–. ¡Pesqué un robalo de 8 libras!”… El día del Juicio Final –¡haga el Señor que ese día tarde en llegar!– todos los mortales seremos reunidos en el Valle de Josafat, y uno por uno comparecer­emos ante el Supremo Juez. Nuestros pecados serán leídos en público de la gente por un ángel inmiserico­rde, el de más potente y clara voz. Entonces serán conocidos nuestros más secretos vicios, nuestras más oscuras culpas y nuestros más sombríos remordimie­ntos. Yo trataré de evitar que ese ángel cruel me llame al banquillo de los acusados. Escondido atrás de un gringo grande y gordo procuraré pasar inadvertid­o. Será inútil: el ángel me verá, buscará mi expediente y pronunciar­á mi nombre. Deberé entonces subir a la picota, y todo lo que hice lo sabrán el tío Refugio y la tía Conchita, católicos ellos rigurosos; y lo sabrán mis papás, que me dirán con pena: “¿Ese ejemplo te dimos, hijo?”. Lo peor: mi esposa lo sabrá todo, y sentiré mucha vergüenza ante ella, no importa que en el momento de la muerte le haya pedido ya perdón. Pues bien: si yo fuera priísta y estuviera entre los posibles candidatos presidenci­ales por el PRI en el 2018, también me escondería en alguna parte para que no me viera el Presidente y el partido no me postulara. Y es que el PRI va a perder, va a perder, va a perder… FIN.

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