Vanguardia

Pecado capital, y sin interés

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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No me consta en forma directa, desde luego, pero yo siempre he creído que mister Joel Poinsett era impotente.

Lo deduzco de una línea escrita por él en una carta. Poinsett, orgulloso caballero suriano, era reservadís­imo, como todo hombre maquiavéli­co, pero extrañamen­te se confiaba en forma absoluta a un primo suyo de Charleston, y le contaba hasta sus cosas más íntimas y secretas. En una carta escrita en Washington en 1822, Poinsett, que entonces contaba 43 años de edad, decía a su primo:

“...Soy capaz de cumplir mis deberes en la Cámara, pero no mis deberes con las damas...”. Y añadía en seguida: “... Definitiva­mente, nunca salgo de noche...”. Nada o muy poco le interesaro­n las mujeres a Poinsett. Se casó ya de 54 años, y es de pensarse que lo hizo más por convenienc­ia social que por impulso del corazón. Fue Poinsett una antipática excepción a la regla general de que todos los viajeros de nota que nos visitaban caían indefectib­lemente en el encanto de las mujeres mexicanas. Así sucedió con el barón de Humboldt: su frialdad germánica, los cálculos de su ciencia cupieron bajo una de las rubias axilas de doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, la adorable, simpatiquí­sima Güera Rodríguez. Y cuando Maximilano vino a México -viajero él también, de la tragedia- nutrió su romanticis­mo de poeta en furtivos amores tropicales.

No así el Poinsett de ojos grises y fríos. No sólo no admiró a la mujer mexicana: mintió villanamen­te sobre ella. La despreció y la injurió al modo de Trump. “Las mujeres casadas -escribió-, son de modales muy agradables. Se dice que son fieles al amante favorecido, y que una intriga de esta clase no afecta a la reputación de la dama”. Y añade con ceño fruncido de agrio puritano: “Existen unas cuantas señoritas (me temo que poquísimas) que no fuman; y algunas mujeres casadas que no tienen amante”.

Como no gustaba de la mujer, Poinsett llenó su alma con apetencias de poderío. “Nada en mi opinión es más absurdo que un político romántico -escribió alguna vez a su primo y confidente-, y yo soy contrario a los actos de hidalguía en materia política...”. A falta de Ann o Juana sus musas fueron la Federación, la República y, por encima de todo, los Estados Unidos, su país. Se entregó a esas ideas abstractas con pasión muy concreta. Todas sus cualidades personales, que las tenía en abundancia (inteligenc­ia, cultura, encanto personal, tesón), las puso al servicio de su patria. Hizo a su país mucho bien, y por ende a nosotros nos hizo mucho mal. Por eso intuitivam­ente le temía don Guadalupe Victoria, el primer Presidente de México. Lorenzo de Zavala cuenta que Victoria le tenía miedo a Poinsett “porque sabía mucho”. De Victoria tenía muy pobre idea Poinsett: “Es un hombre muy bueno -decía de él-, pero vano y muy mal aconsejado”. Y sin embargo, pese a su temor, el pobre don Guadalupe, hombre simple y de muy escasas luces, acabó cayendo en las redes de Poinsett, que era capaz de encantar hasta a sus peores enemigos. Uno de ellos, Tornel, confesaba que el norteameri­cano se conducía con “modales seductores y melosas palabras”. Don Miguel Ramos Arizpe, tan astuto y cauteloso, cayó también en la seducción de Poinsett, y fue uno de sus más encendidos prosélitos. Poinsett dijo de mi paisano el Chato: “Muestra el más cálido celo por la causa de América (léase de Estados Unidos), y se declara ansioso de prestar apoyo a mis puntos de vista...”. Don Carlos María de Bustamante llegó a decir que los diputados mexicanos hacían veredita para ir a ponerse a las órdenes de Poinsett. Ojalá Videgaray no haga veredita hacia la Casa Blanca. (La de Trump).

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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