Hace 100 años
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
¿Qué vendían los comerciantes saltilleros de hace cien años? Mucho de lo que venden ahora, por supuesto: las cosas que el hombre ha necesitado siempre para poder vivir. Pero vendían además otras cosas de las cuales ahora no se tiene noticia, ya sea porque se dejaron de usar, porque el viento se las llevó, o porque servían para atender necesidades que no tenemos hoy.
Una breve enumeración de efectos que ahora nos parecen exóticos o extraños nos da también idea de la vida que hace un siglo vivían nuestros antepasados. Sacada de la Ley de Tarifas de Mercancías he aquí una lista de tales objetos raros, interesantes o curiosos que se vendían en el Saltillo de finales del siglo pasado.
Corsés; pecheras de algodón para camisas; puños y cuellos; enaguas; albornoces; moños de seda; piedras de amolar o mollejones; piedras de chispa; pizarras y pizarrines; damajuanas y garrafones; asentadores de todas clases para navajas de afeitar; bola, betum y charol para calzado; cohetes chinos; cortinas transparentes pintadas al óleo o al temple; esqueletos para paraguas, sombrillas o quitasoles; faroles y linternas de todas clases, inclusas las lámparas hidroplatínicas; fuelles de mano para chimeneas, pianos u otros usos; limpiadientes de todas clases, que no sean de oro o plata; mechas de algodón para quinqués y para eslabones; pábilos de algodón; peines de caña de China, rascaderas; floretes con o sin puño; pistolas, carabinas y bastones de viento; mueblos con embutidos de concha, marfil, carey o metal; papel de estraza, estracilla, sin cola, de media cola, florete, medio florete, marca, marquilla, bristol, albuminado, de porcelana, embreado, alquitranado, enlienzado y para tapiz que no sea dorado, plateado ni aterciopelado; babuchas, chilenas y pantuflas; guantes, petos y piernas para esgrima; café medicinal; cantáridas; castóreos; elíxires medicianes de todas sustancias; esencia de zarzaparrilla; liquidámbar; litargirio; opio; pareches de todas sustancias y autores; píldoras, perlas, grajeas, confites y gránulos; sinapismos y papeles revolventes; tártaro crudo; valerianatos; vinos medicinales de todas sustancias y autores; ábacos con varillas de concha, marfil o carey; cera virgen (el que se resbalaba con ella decía: “Si hubiera sido cera puta me matado”); destrozos de cachalote (?); esperma de marqueta (¿); sombreros de jipijapa y, finalmente, velas esteáricas y de sebo prensado y sin prensar.
Indispensable para el comercio de aquel tiempo era el ferrocarril. Don Benito Juárez, pese a tantos tratos que tuvo con los americanos, a los que más de una vez debió que los conservadores le hicieran lo que el aire a Juárez, no quiso nunca que los vecinos del norte se acercaran mucho al sur. “Entre México y los Estados Unidos -solía decir-, el desierto”. Fue por eso que hasta la época de don Porfirio, y viendo que México no tenía los capitales que se requerían para la magna obra de tender líneas de ferocarril, el gobierno de Díaz dio concesiones a ciudadanos norteamericanos y de otras procedencias para establecer el servicio ferroviario. Saltillo quedó integrado al Ferrocarril Nacional Mexicano, de Mr. Sullivan y Mr. Palmer, el 16 de septiembre de 1883. Era el tal ferrocarril de vía angosta. El tendido de los rieles se inició en Laredo, México, en noviembre de 1881, llegó a Lampazos en abril de 1882, a Monterrey en agosto de ese mismo año y a Saltillo en septiembre del siguiente. Cosas y tiempos idos, para siempre jamás.