Vanguardia

El último cine

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En aquellos años las mujeres vestían nomás de negro y de gris, con blusas blancas. ¿Por qué vestían así? Puede uno incurrir en un estudio sociológic­o, pero no: tan peligrosa tentación jamás conduce a nada. Don Miguel de Unamuno, por ejemplo, escribió un largo ensayo para explicar por qué los campesinos castellano­s vestían de gris, en tanto que los vascos usaban ropa azul. Era cosa de su temperamen­to, dijo, y del paisaje. Un fabricante de telas envió una carta al periódico donde Unamuno publicó su sesuda disquisici­ón. Los de Castilla vestían de gris, le aclaró, porque gris era la lana de sus ovejas, la cual hilaban sin teñir. Los vascos iban de azul porque pintaban el lino con tinte de ese color, por ser el más barato. No era cosa de carácter, pues: era cuestión de economía.

Entre nosotros, las mujeres vestían de negro porque siempre andaban de luto, o de medio luto cuando les iba bien. La muerte, aun del pariente más lejano las obligaba a vestir así. Uno de los primeros sitios en donde esa costumbre empezó a desacostum­brarse fue Sabinas Hidalgo, Nuevo León. Alguien fue al otro lado y regresó con un cargamento de telas de todos colores: verdes, azules, amarillas, rojas, moradas, color de rosa, y otros tonos cuyos nombres ni siquiera se habían escuchado nunca ahí, como el fiucha o el chedrón. Puso ese señor a su consorte a hacer vestidos con aquellas telas, y aquello fue un suceso: ya ninguna mujer quería vestir ropas opacas, sino hechas con telas de aquellos colores luminosos que tan bien lucían bajo el Sol refulgente de la tierra. Y de ahí p’al real: hasta la fecha Sabinas sigue siendo emporio del vestido, a donde van muchas señoras a surtirse.

Conservó viejos usos la ciudad. Hasta hace no mucho tiempo don Eleazar Cavazos, dueño del cine de Sabinas, salía por la calle manejando un carro de sonido para anunciar la película del día. Sentada a su lado iba doña Lolita, su esposa. Decía en el micrófonod­on Eleazar:

–Hoy, dos funciones, tarde y noche. En la pantalla, la formidable película de la Metro-goldwynmay­er titulada: “Amor en invierno”, con Clifton Webb y Myrna Loy. No se pierdan esta dramática historia de un hombre casado y con hijos que se enamora de una jovencita. La muchacha, coqueta, va envolviend­o en sus redes al pobre hombre, que está a punto de dejar por ella a su familia. Al final hay una escena muy fuerte en que la esposa le reclama el adulterio a su marido. Él le contesta que en el corazón no se manda, y ella, llorando, le pide que se aleje de su vida para siempre. Pero entonces llega la hija mayor y... En ese punto lo interrumpí­a doña Lolita: –Cheo –le suplicaba tirándole la manga –. No digas lo demás. Si les cuentas la película ya no van a ir.

A la entrada de Sabinas –o a la salida, según el viajero vaya o venga– hay una enorme casa semejante a algunas de las que se construyer­on aquí, frente a la Alameda, allá por los años cuarenta, los ricos de Saltillo; una residencia de esas estilo california­no cuya moda impuso en Hollywood el periodista William Randolph Hearst, y que aparecen en películas como “El ciudadano Kane” o “¿Qué fue de Baby Jane?”. Pertenece la tal casona a una familia venida a menos, muy a menos. No quisieron renunciar sus habitantes a la casa, y ésta empezó a entrar en ruina. Los muros se agrietaron; los techos del piso alto se cayeron. Conforme avanzaba la decadencia los moradores de la finca se fueron moviendo de una parte a otra de la vasta mansión, hasta que todos quedaron confinados en una sola habitación, la antigua cochera de la casa. Ahí tenían estufa, camas, todo... Sic transit gloria mundi.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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