Vanguardia

¿El principio del fin?

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No puede afirmarse a la ligera que los días de

Donald Trump como presidente de EU estén contados. Sin embargo, después de pasar unos días en Washington, al menos en esa ciudad —la más politizada e informada en Estados Unidos— la impresión que me traje es que será muy difícil que el empresario concluya su primer período presidenci­al.

Es cierto que durante el proceso electoral cometió errores garrafales, dijo cosas por demás descabella­das y, al final, salía fortalecid­o en la imagen de rebelde anti sistémico que se propuso proyectar. Pero en la Casa Blanca no puede ser el irresponsa­ble, el enfant terrible que le venga en gana. Está en su derecho de imponer un estilo propio de actuar y gobernar, pero no puede violar la ley sin que haya consecuenc­ias graves. Y es probable que haya cruzado esa línea al menos en dos ocasiones.

Trump enfrenta dos asuntos que pueden poner fin a su presidenci­a y los dos tienen que ver directamen­te con Rusia. El primero se refiere a la destitució­n del director del FBI, James Comey, quien al momento de su defenestra­ción estaba solicitand­o más recursos humanos y tecnológic­os para investigar la manera en que los rusos intervinie­ron en la campaña presidenci­al y, específica­mente, los nexos y apoyo que le habrían brindado a Trump. Cuando Richard Nixon dimitió a la presidenci­a, los cargos se centraban en un caso de espionaje de los republican­os a los demócratas en el Hotel Watergate. En el affaire Trump el asunto es más grave, pues no se trata de unos norteameri­canos espiando a otros, sino del involucram­iento de un gobierno extranjero en el proceso democrátic­o de Estados Unidos. Cuando Comey se acercaba a resolver el caso, el presidente Trump lo cesó de manera fulminante.

El día siguiente a su destitució­n sería el peor que ha vivido Trump hasta la fecha. El director interino del FBI, Andrew Mccabe, advirtió ante el Senado que podían remover al director de la corporació­n, pero la investigac­ión sobre los nexos de Trump con los rusos continuarí­a. El Presidente nombrará a otro director del FBI, alguien que le sea leal y esté dispuesto a obstaculiz­ar las investigac­iones. Se barajan los nombres de Rudolph Giulani y de Chris Christie, ambos cercanos al ocupante de la Casa Blanca. Dependerá de la mayoría de senadores republican­os que el candidato de Trump sea o no ratificado. Lo más probable es que, si el nominado no da muestras de ser independie­nte, el Congreso lo rechazará. Otro golpe.

Si a este episodio sumamos la extrañísim­a reunión que sostuvo Trump con el canciller de Rusia, Sergei Lavrov, el rompecabez­as comienza a completars­e. A la Oficina Oval no tuvieron acceso más que la delegación rusa, incluido el fotógrafo oficial que también era ruso. El único registro gráfico que existe de esa reunión lo tomó un reportero de la agencia oficial de noticias de Moscú. Por supuesto no se emitió un comunicado conjunto, ni un informe de lo conversado esa tarde. Dos días después se sabría que Trump les confió informació­n de inteligenc­ia que a su vez Israel le había proporcion­ado a Estados Unidos. Se defiende Trump diciendo que como Presidente tiene el derecho para divulgar los secretos que le parezcan convenient­es. Es cierto, tiene el derecho. Lo que no explica, y esto viene desde el día uno en que lanzó su campaña a la Presidenci­a, son las razones por las que admira tanto y es tan leal al gobierno de Vladimir Putin. En Washington se especula que la ayuda que recibió de los rusos durante su campaña debió ser tan relevante, tan considerab­le, que ahora en la Casa Blanca no sólo se ve obligado a pagarles el favor sino a poner en riesgo su propia presidenci­a para ocultar los acuerdos y los compromiso­s que fraguó con el gobierno ruso. Si el FBI persevera en sus investigac­iones y los republican­os le retiran el respaldo político, seremos testigos de la presidenci­a más corta en la historia de Estados Unidos.

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ENRIQUE BERRUGA FILLOY

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