Vanguardia

Historia romántica

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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La historia que voy a contar no es mía. Menos aún son míos los versos con que el relato acaba. Mía es, en cambio, la advertenci­a que hago ahora: los espíritus sensibles no deben poner los ojos en esta narración.

Se trata de una historia romántica. Si alguna ilustració­n tuviera, sería la de un pintor novecentis­ta de esos que retrataban muchachas en desmayo con una flor marchita entre las manos, o en los ojos una mirada ausente.

Así era la muchacha de este cuento. Se llamaba Eudora. ¿Puede haber nombre más romántico? Parece el de una heroína de Sardou, alguna de aquellas trágicas doncellas cuyas vidas -y muertes- solían representa­r en el teatro Sarah Bernhardt, la Rachel o Eleonora Duse.

Vivía la muchacha con sus padres. Era hija única, y así ellos depositaba­n en la muchacha todos los afectos de su corazón. Dulce y tímida, como la María de Jorge Isaacs, tenía cabello rubio, ojos azules y labios encendidos pese a que la dueña de esa boca de púrpura no había conocido el leve roce de un beso enamorado.

Tenía Eudora un primo, joven poeta que ensayaba sus primeras rimas. Entre los dos había una tierna amistad. Ella tocaba para él en el piano lánguidos valses, y él le leía rimas de Bécquer o de Heine. Parecían hermanos, y verlos juntos era como mirar dos ángeles.

Un día el primo de Eudora le regaló un gorrión. El leve pajarillo estaba prisionero en una jaula dorada, pero no parecía sufrir esa prisión. Saltaba, alegre, entre las rejas, y cantaba con trinos que eran como una música del Cielo. Al instante Eudora puso todo su amor de casta virgen en aquella avecilla encantador­a.

Pero en ella puso también todos sus miedos. Temía la muchacha que al gorrioncil­lo le diera el aire, pues podía enfermarse, y tampoco quería sacarlo al sol, cuyos candentes rayos de seguro le causarían un mal. Los padres de Eudora le decían que el gorrión no podía estar todo el tiempo encerrado en una habitación; debía sentir la luz y la caricia de la brisa. En contra de la voluntad de su hija sacaban la jaula del pajarito al balcón, para que la avecilla sintiera la brisa matinal. Eudora se llenaba de angustia y lloraba. Pero en seguida se llenaba de alegría, porque el gorrión rompía a cantar. Quemaba luego el sol, y los papás de la muchacha metían al gorrión de nuevo. Ella se desazonaba otra vez, pues en el aposento el pajarito dejaba de cantar. Entonces Eudora volvía a llorar.

Los padres de la muchacha, y aquel primo poeta, se enfadaban, pues Eudora no estaba contenta nunca, y lloraba lo mismo si sacaban al balcón al gorrioncil­lo que si otra vez lo entraban en la habitación. No había manera de entender a Eudora. El primo escribió entonces una sentida endecha en forma de décima en la cual hacía alusión a los contradict­orios sentimient­os de la joven. Transcribo esos versos que -vuelvo a decir- no son de mi autoría, y cuya lectura desaconsej­o por la penosa impresión que a los lectores, y sobre todo a algunas lectorcita­s, puede causar la mencionada rima. Dice así la endecha del romántico poeta:

Eudora tiene un gorrión, y de él se preocupa tanto que siempre derrama llanto si lo sacan al balcón. Si lo meten, su aflicción y si se lo sacan llora.

Versos llenos de una vaga y suave melancolía son éstos, digno final para una historia cuyo romanticis­mo nos recuerda aquellas tristes flores puestas entre las páginas de una novela de amor.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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