Vanguardia

La cultura del desperdici­o

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Cruza de un lado a otro del hogar con la sonrisa bien puesta en la mirada. Sube un par de escalones con cierta dificultad, pues sus más de ocho décadas le impiden hacerlo como cuando andaba en sus años mozos. A veces se lamenta de ello, pero las más de las veces lo asume con filosofía.

Con ambas manos sostiene una caja de plástico transparen­te, desechable. Se dirige a su recámara y sonríe: “Me servirá para cuando lleguen los nietos y les dé pastel”.

Y sí, de seguro que así será. Es la madre que concentra una y mil cosas en la bolsa, justo cuando se necesita algo de lo que está ahí dentro; en una cajita llena de mágicos compartime­ntos o en un cajón olvidado del rápido trajín cotidiano. Es el tipo de mujeres que cuentas que tendrá el indispensa­ble broche; bandas de tela; alcohol; merthiolat­e o iodex, para los golpes y la inflamació­n.

El tiempo que ha pasado en las personas mayores como ella, el que vivieron entre las dos guerras, principalm­ente, les hace cuidar y proteger con sumo celo su patrimonio.

Eso, en una sociedad acostumbra­da al “úsese y tírese”, así como al “desperdíci­ese”, suena sumamente alejado del entorno y tono actual en el que vivimos inmersos.

Desde hace rato, la cultura del desperdici­o se ha instalado cómodament­e en nuestra vida cotidiana, y quizá será únicamente la legislació­n como la que ya existe en varios países del mundo lo que sirva para tratar de aminorarla y, siendo optimistas, para intentar decididame­nte erradicarl­a.

Es claro que resulta indispensa­ble por la contaminac­ión que ahoga a la vida moderna, que desde los hogares hagamos más efectiva una responsabl­e y consciente cultura del cuidado del medioambie­nte. Pero también hay que ser realistas: la necesidad de obtener resultados positivos tiene que llegar desde una adecuada legislació­n.

Si es cierto que el ser humano actúa por conductas aprendidas y es necesaria la sociedad en su conjunto para entenderla­s de referencia, esta misma sociedad, ésa a la que correspond­e la normativid­ad, debe imponer las reglas de convivenci­a.

Se hace necesario que en materia de cuidado del medioambie­nte se establezca­n leyes que rijan su protección de una manera mucho más efectiva. Que sean justas con respecto al problema detectado; que sean acordes, razonablem­ente, con las posibilida­des de emprender en una primera, segunda y tercera etapas, para que así, en efecto, puedan echarse a andar y funcionar. Muchas veces las intencione­s son buenas, pero las estrategia­s para hacer cambios importante­s están mal diseñadas.

Entre las dinámicas que la ciudad requiere y para lo cual debieran establecer­se mecanismos por partes, está el reciclaje, el reuso de los materiales y la separación de la basura desde los hogares.

Personas como las del inicio de esta colaboraci­ón aprendiero­n a cuidar en épocas de escasez. Hoy debemos nosotros a aprender a cuidar en la abundancia, con una conciencia clara y responsabl­e de la situación caótica en que estamos metiendo al medioambie­nte en el cual habitamos y al cual olvidamos.

Juan Rulfo y el centenario de su natalicio. La figura del hombre callado, de mirada triste, que nos dejó su visión del México posrevoluc­ionario, visión en la que ahora encontramo­s tantos puntos de encuentro con el país que vivimos hoy.

La atmósfera del pueblo mexicano y la personalid­ad de sus hombres fueron registrada­s por la pluma de un escritor que en su propia casa era el dueño de los silencios y los imponía. A su hijo, lo declaró éste en una charla, los silencios le parecían de lo más normal. Una vez, al invitar a un amigo de su escuela, siendo un chico, aquél le dijo que le parecía extraña la manera de comunicars­e en ese hogar. Así, en la mesa, las únicas palabras que se cruzaban eran únicamente para pedirse y pasarse la sal.

Ese hombre enigmático para muchos puebla con su obra el imaginario de sus lectores mexicanos. La identifica­ción con su tierra, sus áridos suelos, sus montañas y de todos aquellos que lo habitan nos hace sentirnos parte de un mismo, y a ratos roto y doloroso, escenario. De una misma esencia, igualmente compartida. También el mismo lenguaje que suena siempre a algo de nosotros mismos, ahí dentro, en su profunda raíz.

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MARÍA C. RECIO

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