Vanguardia

Cosas del demonio

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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El otro día recibí la visita de cuatro amigos regiomonta­nos. Los invité a almorzar con El Güero de “La Herradura” -ahí cada almuerzo es un banquete- y luego fuimos a caminar por la sierra. Ellos son consumados andarines: participar­on en aquellas inolvidabl­es caminatas que desde Monterrey hasta Saltillo, bajo la dirección de aquel hombre tan bueno que fue José Navarro, “El Viejo”, hacían los excursioni­stas del Círculo Mercantil Mutualista de Monterrey, allá en los años cincuentas y sesentas del pasado siglo,

Yo, por mi parte, no curtía malas vaquetas. Bajo el banderín del Club “Amistad”, que fundaron Homero René Cárdenas y José Sergio González, amigos queridísim­os, anduve por todas las sierras que circundan el valle de Saltillo: fui a Los Aguajes; subí al Penitente y al Picacho, recorrí todo el cañón de San Lorenzo, y caminé por las erizadas crestas de los montes que miran al poniente. Los arrestos no son los mismos de antes, claro, (ando en la setentena ya), pero todavía hace unos meses caminé de Saltillo a Sierra Hermosa a través de la antigua carretera del Diamante, por donde vi bajar en mi niñez la fila de carretas que traían a la ciudad el trigo, la leña y el carbón.

Uno de los buenos amigos que vino de Monterrey a caminar se llama Rogelio Garza Junco. Don Celedonio Junco de la Vega fue su tío. Yo no no conocí a este simpatiquí­simo señor. Don Celedonio murió en 1948, cuando tenía yo 10 años. Tampoco tuve el honor de conocer a su hijo, don Alfonso Junco, a quien Monterrey, su ciudad natal, no ha hecho justicia. Don Alfonso, defensor a ultranza de la hispanidad, insistía en escribir con jota el nombre de México. Ponía siempre: “Méjico”. Yo, jovenzuelo que me estrenaba de escritor, osaba criticar ese rasgo de don Alfonso, pues ya se sabe que México se escribe con equis, que algo tiene de cruz y de calvario, y cuando me refería a don Alfonso en los periódicos escribía con equis su apellido: Alfonso Xunco. Después conocí su espléndida obra de historiado­r y de poeta místico, y me arrepentí de aquella tontería. Me habría gustado decirle eso, pero no hubo tiempo. Todos los arrepentim­ientos son tardíos.

Don Celedonio Junco de la Vega también era poeta, pero de musa festiva y donairosa. Bajito de estatura, es bien conocida la cuarteta en que se refirió a sí mismo: “Dos cosas por desventura / me salieron del demonio: / el ser corto de estatura / y el llamarme Celedonio”. En su excelente antología “Ómnibus de poesía mexicana” Gabriel Zaid recogió una pequeña joya de don Celedonio. Es un soneto trisílabo en el cual logró el milagro de la poesía a partir de un incidente doméstico y trivial: su esposa dejó abierta la jaula del canario, y el pajarillo escapó. Dice así ese soneto: “Canoro / te alejas / de rejas / de oro // y al coro / le dejas / las quejas / y el lloro. // Que vibre / ya libre / tu acento. // Las alas / son galas / del viento”.

Rogelio compartió con nosotros otra ingeniosid­ad de don Celedonio, que yo no conocía. Sonó el teléfono, y lo contestó una de sus hijitas, que estaba jugando. Alguien buscaba a don Celedonio. En vez de ir a llamarlo la niña siguió en sus juegos. Cuando pasó por ahí el poeta, y vio la bocina fuera de su lugar, ya el otro había colgado. Preguntó don Celedonio a la chiquilla por qué el teléfono estaba descolgado. Ella se echó a llorar, y dijo que por estar jugando se le había olvidado hablarle. Entonces don Celedonio improvisó una admonición moral en forma de redondilla. Le dijo a la niña: “Pues la memoria es falible / sé muy diligente, y pon, / entre palabra y acción, / el menor trecho posible”.

¡Felices tiempos aquéllos en que los padres regañaban en verso a sus hijos!

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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