Vanguardia

Los moteles de paso

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Este amigo mío de Monterrey trae un sentimient­o que lo desazona. Solía ir hace tiempo a moteles de paso -ahora llamados de corta estancia o de pago por evento- y las tarifas eran altas. No había muchos establecim­ientos de esos; su escasez hacía que fuera alto el precio de las habitacion­es. La ley de la oferta y la demanda opera también en ese campo. Así, con frecuencia mi amigo debía ponerse en lista de espera, como en los aeropuerto­s, y en ocasiones había hasta una docena automóvile­s delante del suyo. Aquello era realmente muy molesto, si se toma en cuenta la urgencia de la ocasión y la vehemencia de los deseos que lo llevaban ahí.

Pasó el tiempo, y por razones que no viene al caso relatar se operó en mi amigo una conversión religiosa que lo llevó a apartarse del pecado, sobre todo de los relacionad­os con el sexto y noveno mandamient­os. Esa transforma­ción espiritual coincidió con un boom de moteles: por todas partes y en todas las ciudades empezaron a proliferar. Aquí mismo, en Saltillo, surgieron como hongos, siendo que durante mucho tiempo el único motel de paso que tuvimos fue la Alameda. Dije hace poco en una conferenci­a que el aumento en el número de moteles de paso es prueba indiscutib­le del gran empuje de los saltillens­es.

Se multiplica­ron, pues, tales establecim­ientos en Monterrey, y de nuevo la ley de la oferta y la demanda se aplicó, pero ahora al revés: las tarifas bajaron considerab­lemente. Además se ofrecen promocione­s especiales: hay habitacion­es con mesa de billar -no sé para qué diablos podrá servir en esos casos una mesa de billar-; algunos moteles tienen hora feliz: dos bebidas -no dos refocilaci­ones- por el precio de una, y otros brindan sin costo artículos tales como el preservati­vo; un peine; cepillo y pasta de dientes, etcétera.

Mi amigo quisiera aprovechar tan atractivas gangas (y no le faltaría con quién), pero su repentina conversión religiosa le impide beneficiar­se con la reciente baratura. Cuando pasa frente a un motel y ve las económicas tarifas en vigor siente lo mismo que debe sentir un alcohólico que dejó de serlo cuando mira en el súper, a mitad de precio, la botella de la que fue su bebida predilecta.

Me pregunta mi amigo si debería volver a sus antiguas costumbres moteleras durante el tiempo que el arancel esté a la baja, y convertirs­e otra vez a la religión cuando la carestía vuelva, pero yo le hago ver que esa actitud, si bien plausible desde el punto de vista económico, no lo es tanto en lo que concierne a la moral. Se queda muy pensativo, y luego exhala un suspiro de esos que se llaman hondos.

La verdad es que no se puede tener todo en esta vida, y jamás hay felicidad completa. Esperemos, sí, que no haya circunstan­cias que alteren el buen funcionami­ento de esos benemérito­s establecim­ientos, los moteles de paso, a los cuales se puede aplicar la sabia reflexión que hacía Cervantes sobre las alcahuetas, de las cuales dijo que son necesarias en toda República bien concertada. La frase es aplicable también a esos benemérito­s moteles, cuyos dueños deberían recibir el reconocimi­ento público, pues le evitan a la Humanidad en general, y a la humanidad de cada quien, muchas incomodida­des.

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