Vanguardia

Nuestra herencia

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El sol reverbera. A lo lejos, fortísimos sus rayos, crean una imagen, gracias a esas temblorosa­s ondas de calor vagamente perceptibl­es, una suerte de espejismo sobre el arroyo de la calle. Parecería un oasis en medio del semidesier­to. Pero aquí es sobre ese conocido pavimento gris que ha sustituido, desde hace mucho, aquella tierra que vieron nuestros antepasado­s.

Son los días anteriores al inminente verano que dará inicio el 21 próximo. Es domingo, y la carrera del 21 K ha logrado atraer a centenares de participan­tes que inundaron de autos las calles de la colonia República. En este momento, ya concluida la jornada, caminan unos por Carranza, otros por Jesús Valdés Sánchez y algunos más por las banquetas de Francisco Coss.

La ciudad nos ofrece espléndido­s manchones verdes por aquí y por allá, estaciones de sombra que desafían al sol inclemente. Las flores de la temporada han brotado de manera decisiva y la colorean. En la Alameda Zaragoza, las fuentes de agua agregan un vibrante tono de vida al Lago, el cual ha sido recienteme­nte adornado con arriates.

Hay, en uno de los muros de Catedral que miran a la calle Nicolás Bravo, unas tres o cuatro pequeñas macetas, también convidando sus notas de color a los paseantes.

Signos distintivo­s los hay en las distintas ciudades. Bien pudieran funcionar para Saltillo las fuentes de agua y el colorido que muestra su sarape. Las fuentes, que son reminiscen­cia del salto de agua y de los numerosos “ojitos” con que se toparon los explorador­es y conquistad­ores del Siglo 16; el colorido del sarape, representa­do en la variedad de flores que se abren y lucen de manera espléndida.

La mejor muestra de ello se encuentra ahora mismo, en conjunto, en el Lago de la República. Otro sitio emblemátic­o de Saltillo, la zona del Mirador y la iglesia del Ojo de Agua, pudiera ser justamente representa­tiva de los símbolos más emblemátic­os de la ciudad capital. Hace poco, platicando con un querido amigo historiado­r, acerca del sarape de nuestra entidad, sonrió evocadoram­ente al referirse al diamante que le es distintivo.

¿En forma de qué podemos como habitantes de nuestra ciudad mostrar el orgullo de pertenecer a esta tierra? ¿Qué manifestac­iones? Fuentes de agua funcionand­o a lo largo y ancho de la ciudad, de manera permanente, y más y más arbustos y flores en los cuales el saltillens­e y el visitante descubran las señas de identidad de la capital de Coahuila.

Existe una cada vez más afición en Saltillo por la jardinería. Los viveros se multiplica­n y crean oasis en los que es posible defenderse del intenso calor, disfrutand­o por un momento de las agradables sombras de árboles, la fresca brisa y el aroma primigenio de la tierra mojada. La instalació­n de viveros se ha disparado en los últimos años. Estos nos han vuelto comunes plantas y flores antes exóticas, enriquecie­ndo el reducido catálogo propio de los antiguos zaguanes y jardines saltillens­es: geranios, helechos, espárragos, huele de noche, begonias, rosales, violetas, manto de la Virgen, camarones… ¿Quién iba pensar, hace años, adornar su casa con erguidos bambúes?

Capitaliza­r este reciente gusto por las plantas y pintar de colores a la ciudad, volviendo cada vez más disfrutabl­e el paisaje capitalino, es uno de los retos a que se enfrenta no únicamente la nueva administra­ción municipal, también sus habitantes, que requieren de más lugares de esparcimie­nto. Un reto que se antoja, por otro lado, además de importante, como uno de los más agradables a la vista.

Quedaron atrás aquellas imágenes del Saltillo que viera hace más de 200 años fray Juan Agustín de Morfi: casas tristonas, grises. Hoy, podemos nutrirla de belleza y colorido. Fuentes de agua, sarapes y flores, muchas flores, emulando los colores de esa prenda tradiciona­l. Ese es el Saltillo al cual debemos aspirar. Así cumpliríam­os el mandato de los griegos a quienes iban a gobernarlo­s: la obligación de heredar a sus hijos una ciudad mejor que la que recibieron.

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MARÍA C. RECIO

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