Coahuila como el primer mundo
mismo que, por cierto, a nada está de que le armen un juicio para destituirlo (lo que sería muy triste ahora que ya le habíamos juntado toda la mano de obra nacional pa’levantarle su chingado muro).
En fin, que en la mismísima Tierra de la Libertad y la Democracia sucedió que las mejores opciones no tenían reales posibilidades, por lo que los ciudadanos votaron, no muy convencidos, por la menor de las catástrofes, pero –¡oh, tragedia!– el sistema les hizo bailar finalmente con la más fea de toda la fiesta (de todo el planeta, de hecho).
Alégrense, coahuilenses, que ya nuestros problemas son, al parecer, de primer mundo. Al menos nuestra elección fue, toda proporción guardada, una bonita caricatura de lo que ocurrió al otro lado del río Bravo. Es decir: candidaturas interesantes que no tuvieron manera de entrar realmente en competencia; un voto útil emitido más a regañadientes que otra cosa, sin la plena certidumbre de que se estaba haciendo lo correcto; y, finalmente, un sistema electoral que se aseguró de que se materializara el peor de los escenarios y nuestras pesadillas.
Ni siquiera estoy diciendo, como es el clamor popular, que el IEC haya obrado en favor del candidato oficial, eso se lo dejo, de momento, a la autoridad en la materia que habrá de fallar si acaso hay elementos para anular la elección.
Lo que vengo afirmando desde hace un par de entregas es que todo el sistema político electoral (oposición incluida) está configurado para que el PRI resulte vencedor incluso en un recuento legítimo (que no necesariamente en una votación limpia).
De hecho, toda la política de nuestro Gobierno está orientada a su perpetua reelección. Podrían transcurrir mil años y jamás el partido o sus militantes harían introspección, autocrítica o el más incipiente examen de conciencia.
Pero bien dicen, sin embargo, que algo se fracturó en la pasada elección coahuilense.
En casi 80 años de priato comarcano, cuántas veces no habremos visto el chanchullo electorero y el más impúdico adoctrinamiento desde el poder. Cualquier descontento, no obstante, pronto se vio sepultado por otros asuntos, otros deberes, otras preocupaciones más apremiantes.
A eso mismo le apuestan hoy, a que el profundo enfado popular tras la elección se disipe como nube tóxica y a que un buen día próximo el cielo esté limpio, el sol radiante y dándonos los buenos días, digamos con resignación: “¡Ni modo, a chingarle! No hay de otra”.
De hecho, se hacen llamados a la unidad, a la capitulación, a la concordia y a trabajar en conjunto por el Coahuila que queremos. ¿Padre, no? El problema es que en el Coahuila que queremos, no hay cabida para los perpetradores de la ruina estatal ni sus delfines. Antes, lo que habría para ellos es prosecución sin tregua y castigo ejemplar.
No es posible hacer un llamado a la unidad. No de momento, cuando el descontento y la total desconfianza en las instituciones tienen embargada a la mitad de la población.
Pedirnos que aceptemos sin chistar el resultado que nos dan y que mejor nos pongamos a trabajar, es casi procurarnos trato de bestias de faena. Queremos averiguar, queremos inquirir, queremos saber, cotejar, comparar, seguir de cerca un proceso que sigue abierto y en espera de su definitiva resolución.
Eso no es una pataleta, es nuestro legítimo derecho y hasta nuestra obligación. ¿O acaso la participación ciudadana, el rol que nos toca desempeñar, la bendita democracia terminan con la emisión del sufragio? Yo lo dudo bastante.
Más que abogar por cicatrizar una herida viva, es tiempo de analizar dicha herida. Hay que examinarla, ver con qué fue provocada, desde dónde y por quién.
De lo contrario, luego de tantas heridas sucesivas que nos han infligido, jamás nos habremos dado la oportunidad de aprender nada, de crecer en lo cívico o de madurar políticamente, y todo el sacrificio del pueblo coahuilense habrá sido inútil.
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