Vanguardia

La voz del pueblo ¿es la de Dios?

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

Cultivé amistad con el licenciado Carlos Madrazo. No en su época de presidente del PRI, Dios guarde la hora, sino cuando lo expulsaron “del seno del partido” por haber intentado moverlo algunos milímetros hacia la democracia. Teníamos relaciones mutuas: el inolvidabl­e médico saltillens­e don Eduardo Dávila Garza; Roberto Chávez, tamaulipec­o; otro doctor igualmente querido, el monclovens­e Bartolomé Bosque Ballestero­s. Ellos se encargaron de acercarme a él. Nació de esa manera una amistad que duró hasta la trágica –y sospechosa­muerte de don Carlos.

En el tiempo en que pretendió fundar un nuevo partido político le organicé una conferenci­a en Saltillo, lo que causó la furia de los mezquinos y los inmorales. Tuve el gusto de ver que el solo anuncio de que Madrazo hablaría hizo que se llenara hasta los topes el vasto gimnasio de la Sociedad Manuel Acuña. Vívido recuerdo: cuando Madrazo entró en el recinto los asistentes que lo abarrotaba­n se pusieron en pie y le tributaron una ovación interminab­le. Conmovido, me tomó del brazo y me dijo por lo bajo: -Armando: no me esperaba esto. -Licenciado -le respondí-, está usted en Saltillo. Tuvimos siempre largas entrevista­s. Gustaba él de visitar Monterrey, ciudad donde tenía amigos muy queridos. Con ellos íbamos al restaurant­e que está en las alturas de Chipinque, sitio discreto y apartado, y ahí él hablaba y nosotros oíamos. ¡Porque vaya si hablaba el señor Carlos Madrazo! La más fuerte tormenta tropical era un ligero chipichipi comparado con su modo de hablar. Mil, un millón de ideas le bullían en el cerebro, y apenas acertaba a dar salida a algunas en aquellos prolongado­s monólogos que eran como genial discurso, como impromptu de cátedra, como provocador­a conferenci­a.

Una vez, sólo una vez porque las osadías de la ignorancia no deben repetirse, me atreví a disentir de él en una de aquéllas que a duras penas se pueden llamar conversaci­ones. Hablaba Madrazo de la voluntad del pueblo, a la que daba igual importanci­a que la que le dieron los revolucion­arios de la Francia. En un momento dado dijo con exaltación una frase que ignoro si es de él o la tomó de alguno.

-Señores -declaró-. Si a mediodía el pueblo dice que es de noche, hay que encender los faroles.

En ese punto me atreví a decirle que en labios de un demagogo esa frase podía sonar bien, pero no dicha por un verdadero político como él. Me recordó Madrazo aquello de “Vox populi, vox Dei”, y la incipiente discusión se esfumó cuando en uno de los tantísimos vericuetos del discurso apareció el nombre de José Juan Tablada, y don Carlos nos recitó de memoria “Quinta Avenida”, “Ónix” y otros poemas del celebrado vate.

Con perdón de don Carlos yo creo aún que si a mediodía el pueblo dice que es de noche es porque sufre de ceguera o es mentecato. Se debe entonces abrirle los ojos, sacarlo del error en vez de acompañarl­o en él. Digo.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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