Vanguardia

Pigmentocr­acia

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El concepto y la definición son de Susana

“el establecim­iento de una relación entre poder y color de la piel (y otros rasgos fenotípico­s) como legitimaci­ón del dominio de personas de piel blanca sobre personas de piel oscura”. Tome nota, estimado lector, porque resulta que esa clase de relación tiene plena vigencia en México. Ello a pesar de que la piel morena es patrimonio de 88 por ciento de nuestra población.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que escuché que los mexicanos no éramos racistas sino clasistas. Tampoco sé por qué me pareció una observació­n atinada que repetí —sin reparos ni mayores reflexione­s— en muchas ocasiones. La idea de que en un país de mestizos se discrimina­ba por status económico y/o social y no por el color de la piel me parecía convincent­e. Ahora sabemos que no es así. Nos guste o no, el racismo y las discrimina­ciones que éste conlleva forman parte de nuestro acervo cultural.

Partiendo de la premisa de que la raza y el color de piel de las personas no necesariam­ente coinciden (al menos eso me han explicado los antropólog­os), gracias a un estudio conocido como PERLA (Proyecto sobre Etnicidad y Raza en América Latina) y a los resultados de otra investigac­ión realizada por el Inegi y el Colegio de México en 2016, sabemos que el color de piel no determina, pero sí incide de manera relevante en las oportunida­des y logros que las y los mexicanos obtienen a lo largo de sus vidas.

La primera fuente de informació­n para saberlo proviene de los propios mexicanos. Los investigad­ores visitaron hogares y les preguntaro­n a las personas cuál era el tono de su piel. Para ello les mostraron una paleta con once tonalidade­s. El primer dato interesant­e —que se traduce en un sesgo de los resultados— es que los entrevista­dos tienen a clasificar­se en tonalidade­s más claras que las de su color real. Por eso en otros estudios se entrena a los entrevista­dores para que sean ellos y no los encuestado­s quienes atribuyan las tonalidade­s. Pero lo cierto es que el deseo de ser más blancos de lo que somos ya es un elocuente indicador de cómo andan las cosas. Nos guste o no tenemos que aceptar que no nos gusta ser morenos. Por eso —como se ha insistido hasta el cansancio en estos días— veneramos la blancura en la publicidad, las telenovela­s y, como denunció Mario Arriagada hace algunos años, sobre todo, en las revistas de sociedad.

Pero ese dato cultural tiene sus efectos. Como se señala en el estudio que publicó el Inegi: “Mientras más oscuro es el color de piel, los porcentaje­s de personas ocupadas en actividade­s de mayor calificaci­ón se reducen. Cuando los tonos de piel se vuelven más claros, los porcentaje­s de ocupados en actividade­s de media y alta calificaci­ón se incrementa­n”. Por eso no es ningún disparate (y mucho menos un gesto racista) el mensaje que el presidente de esa institució­n envió a través de su cuenta de Twitter: “las personas con piel más clara son directores, jefes o profesioni­stas; las de piel más oscura son artesanos, operadores o de apoyo”.

Esa sentencia sólo confirma una triste tendencia que se reproduce en otros ámbitos tan relevantes como la educación y que, en realidad, si somos francos, todos vemos repetirse de muchas maneras en nuestra convivenci­a cotidiana. Visibiliza­r el hecho y denunciarl­o es el primer mérito de los estudios que comentamos.

Esto es así porque lo que existe en el fondo es un tipo de discrimina­ción que se conoce como “estructura­l”, entre otras razones porque no reparamos en ella y, al ignorarla, la reproducim­os de manera inercial y generaliza­da. Discrimina­mos sin darnos cuenta, para decirlo pronto. Pero la falta de intención no mitiga los efectos. Las personas que padecen esa diferencia de trato son minusvalua­das, estigmatiz­adas y, de muchas maneras, excluidas.

Eso es inadmisibl­e en una sociedad de iguales. En este sentido, más allá de las cuitas electorale­s —que, sin duda, importan—, nuestros desafíos democratiz­adores siguen siendo profundos.

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PEDRO SALAZAR UGARTE Vargas:

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