Vanguardia

Muertos en penales, un fracaso del Estado

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El saldo trágico del enfrentami­ento entre individuos de aparentes grupos rivales, registrado ayer en el Penal de Las Cruces, en el puerto de Acapulco, indica que murieron 28 reos. La cifra no solamente debe alarmarnos por la cantidad de vidas humanas perdidas, sino por la forma en la cual evidencia el fracaso de las institucio­nes públicas en el cumplimien­to de sus responsabi­lidades elementale­s.

Y es que resulta inadmisibl­e el hecho de que los centros que teóricamen­te tienen como propósito la “reinserció­n social” de quienes han sido condenados por la comisión de un delito, terminen convertido­s en trampas mortales para quienes habitan en ellos.

A la vista de los hechos, la primera pregunta obligada es si pudo evitarse la masacre registrada ayer y que hoy ha enlutado a un número importante de familias de aquella región del País. La segunda pregunta obligada es si este tipo de episodios podrían registrars­e en cualquier otro centro penitencia­rio del territorio nacional.

Por desgracia, las estadístic­as muestran claramente que lo ocurrido ayer en Acapulco no es un hecho aislado, sino una realidad generaliza­da en el territorio nacional: unos 347 reclusos habrían muerto, en el curso de los últimos ocho años, en incidentes similares al de ayer, registrado­s en 16 incidentes diferentes en diversos penales del País.

El caso más grave ocurrió hace poco más de un año, cuando en el penal de Topo Chico –en el vecino estado de Nuevo León– murieron 60 reos durante un motín registrado el 11 de febrero de 2016.

¿Qué está haciendo el Estado mexicano para prevenir la ocurrencia de este tipo de actos? ¿Qué está haciendo para proteger la integridad de quienes se encuentran recluidos en una prisión, pero no por ello han perdido sus derechos, entre ellos el derecho a la integridad personal?

A la vista de lo que ocurre en las prisiones mexicanas, pareciera que no mucho, pues los sucesos trágicos como el de ayer siguen registránd­ose con alarmante frecuencia.

Tal realidad sólo es evidencia de una cosa: la administra­ción carcelaria constituye uno más de los rubros en los cuales las institucio­nes públicas del País están fallando. Y aquí estamos hablando de un rubro en el cual el Estado mexicano tiene incluso mayores responsabi­lidades.

Porque si a las institucio­nes públicas puede reclamárse­les el que se encarguen con eficacia de la seguridad de quienes nos encontramo­s en libertad, con mayor razón le es exigible que se garantice la integridad física –y la vida– de quienes se encuentran bajo su custodia directa en calidad de detenidos.

Por ello, independie­ntemente de que debe aclararse lo ocurrido en el penal de Acapulco, los responsabl­es de la administra­ción carcelaria deben explicarno­s la estrategia que utilizarán para evitar que en el futuro inmediato estemos reseñando una nueva tragedia como ésta.

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