Vanguardia

Hacia la anulación

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES A.

Se llamaba Gabriel D’annunzio. Italiano él, era un extraño tipo. Dicen quienes lo conocieron que era más feo que un coche por abajo. Chaparro, pelón, de piel cetrina, miope, tenía nariz ganchuda, pies planos y dentadura alternativ­a: un diente le faltaba, el siguiente no, y así.

Pues ahí donde ustedes ven este ingrato señor era ídolo de las mujeres. ¡Quién las entiende! Fue para ellas como un Elvis Presley de las postrimerí­as del siglo XIX y principios del XX. Poeta al que ahora nadie lee; dramaturgo al que ningún director de teatro se atrevería hoy a representa­r, D’annunzio era en su tiempo la máxima figura literaria de ese mundillo decadente que describió Proust en sus novelas. Entiendo que fue amante de planta Eleonora Duse, famosa actriz, pero a más de ella tuvo una vasta colección de queridas, entre las cuales figuraron princesas, duquesas, marquesas, condesas, baronesas y muchas otras de ésas. Algo tendría el cabrón.

Fue héroe de la guerra, de alguna de aquellas guerras que los italianos solían trabar con enemigos inferiores: los etíopes, los abisinios, qué sé yo. Como no podía ser soldado de tierra, pues apenas excedía en dos pulgadas la altura de una bayoneta, se hizo aviador, uno de esos pilotos de biplano con gorro de hule, goggles y bufanda al aire. En la Primera Guerra salía en excursione­s solitarias y regresaba diciendo que había derribado no sé cuántos aviones enemigos. Y todos se lo creían -¿quién iba a contrariar a Elvis?- y le anotaban sus victorias en un pizarrón negro junto al cual él se hacía retratar subido en una caja de jabón que no se viera.

Hace mucho leí un texto de Sciacca, curiosísim­a página en la cual este escritor relata que mujeres de toda Europa hacían excursione­s –mejor dicho, peregrinac­iones- para ir a conocer la villa junto al mar donde D’annunzio pasaba algunos días del verano en absoluto apartamien­to, igual que un ermitaño, a fin de lavar su alma de los pecados que había cometido en la temporada. Aquellas bandadas de mujeres acechaban desde una lomita a que su ídolo apareciera en la playa, imagen fugitiva, vestido con un ceñido bañador de malla. Entonces lo miraban a través de los cristales de sus catalejos y caían en éxtasis, cuando no en completo desmayo del que no las sacaban ni las sales.

Y otra cosa dice Sciacca, aunque a mí no me consta que sea cierta: que el criado o mayordomo de D’annunzio cobraba una buena cantidad a las mujeres ricas por dejarlas entrar furtivamen­te en la casa del poeta y atisbar a través de la cerradura de la puerta el momento en que salía del baño matinal a su recámara cubierto apenas por una toalla negra. Otro detalle añade Sciacca que aún menos me atrevería yo a convalidar: al final de cada una de esas sesiones voyeurista­s señor y criado se repartían por mitad las recaudacio­nes. Vaya usted a saber si eso es verdad. A lo mejor sí, porque D’annunzio siempre andaba metido en deudas de dinero.

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