Despierta, dulce amor de mi vida...
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
En una librería de San Antonio, Texas, hallé hace tiempo un viejo volumen: “Diccionario de lugares geográficos”. Sentí el deseo de comprarlo, pues los diccionarios me gustan bastante. Tienen poco argumento, es cierto, pero bastantes personajes. Te sacan de muchas dudas, y en muchas más te meten, lo cual es bueno.
Por curiosidad busqué en ese diccionario -escrito en inglés- el nombre de Saltillo. Lo que leí me dejó estupefacto: “Ciudad española al norte de México. 60 mil habitantes. Universidad Interamericana. Minas de oro, plata, cobre y carbón; textiles; panaderías; serenatas”.
Juro que así decía el artículo: “... Textiles, panaderías, serenatas…”. He aquí que la romántica costumbre de entonar canciones, por sí o por interpósitas personas, ante la ventana de la mujer amada, es considerada una especie de producto regional que caracteriza a nuestra ciudad -igual que el pan de pulque y los sarapesy la distingue de otras poblaciones.
No deja de tener razón el anónimo autor de esa descripción. En Saltillo, ya se sabe, el que no hace cajeta canta en algún trió o rondalla, o por su cuenta. Ya no se hacen viajes a la Luna, pero de una cosa estoy seguro: si en Saltillo pusiéramos un trovador sobre otro, y luego arriba otro, y así sucesivamente, los saltillenses llegaríamos a la superficie lunar sin necesidad de cápsula espacial o de cohete. Y el primero en llegar se soltaría cantando “Güendolín” o “Corazón de roca”.
En cierta ocasión cuatro estudiantes fueron a darle serenata a la novia de uno de ellos. Vivía la muchacha por el rumbo de la alameda, pues su familia era acomodada. Por aquel tiempo andaba muy de moda la canción llamada “Nochecita”. “... Cómo te podré olvidar, noche, mi testigo fiel...”. Todos los que cantaban esa canción decían “testiga”. “Noche, mi testiga fiel”. ¿Quién piensa en gramatiquerías cuando canta?
Llegaron los cantores, pues, al pie de la ventana de la dama. Dijo el galán en voz convenientemente alta: -Aquí es, señores. Eso lo dijo a fin de conseguir dos útiles propósitos: el primero, que la muchacha supiera que era él quien le llevaba la serenata; el segundo, que pensara que se la ofrecía con un trío de paga.
Templó la guitarra el único que la traía; carraspearon los otros para aclarar las voces, y los cuatro rompieron a cantar más o menos al unísono: “¿Cómo te podré olvidar...”. Ni siquiera habían llegado a la parte importante de la canción, la que dice: “Nochecita: ¡qué de ensueños fue mi vida!...”, cuando se encendió la luz del jol -así se decía la palabra “hall”- y se oyeron pasos de hombre. No cabía duda: venía el papá de la muchacha. Salieron despavoridos tres de los cantores. El novio, aturrullado por el suceso, acertó sólo a encaramarse al árbol -un desmedrado fresno- que crecía frente a la casa de la dulcinea. Salió el furioso genitor. Esgrimía a manera de espada el bastón que usaba para apoyarse al caminar. Volteó hacia arriba y vio al muchacho trepado en una de las ramas del árbol donde en vano pretendió ocultarse. -¿Qué hace usted ahí, joven? -le preguntó, severo. -Señor -respondió aturrullado el mozalbete-. Estoy buscando un nido.
-Permítame ayudarle -ofreció el vejarrón-. Creo que estoy viendo el pajarillo y los huevillos.
Y así diciendo descargó un certero bastonazo en... el nido.
“Cómo te podré olvidar, noche, mi testigo fiel...”.