Vanguardia

La perdición de los hombres...

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

La pacata corte madrileña andaba escandaliz­ada. El rey don Amadeo de Saboya se había enredado en pecaminoso­s amores con una dama –no tan dama– de palacio. Se les veía en los jardines, se les miraba paseando por el huerto. Y luego, de pronto, desaparecí­an en alguna de las casitas de hortelano que había en las esquinas del jardín real. Por fortuna para los buenos modos y la moral del Reino, el soberano se cansó pronto de aquella señora. Un par de semanas después de recibir su favor se olvidó de ella y puso los ojos en otra dama, ahora la esposa del embajador de cierto país de poca monta. Pero la abandonada no se quedó contenta. Empezó a asediar a don Amadeo. Lo perseguía por todas partes, sin decoro alguno lo tiraba del brazo para lograr que la atendiera. Si la oía, lo llenaba de reproches; hasta las Filipinas se podían oír sus filípicas, sus alteradas voces. Aquello era la diversión de la corte. Las damas de la reina, que habían mirado con envidia el encumbrami­ento de su compañera, ahora se burlaban de sus lágrimas y su despecho.

Amadeo no hallaba ya qué hacer. Su antigua amante lo seguía como una sombra, lo abrumaba con sus quejas y sus amenazas. Le decía que si no la volvía a llevar a su cama, iba a propalar todas las intimidade­s de su relación y algunos datos secretos sobre su conducta en el lecho. El rey andaba inquieto y desasosega­do. Se arrepentía de haber tenido amores con aquella española de temperamen­to de gitana y lengua cortante de francesa.

Desesperad­o, reunió a sus ministros y en términos comedidos, y aun suplicante­s, les preguntó si no podían hacer con su amiga lo mismo que habían hecho con otra italiana que había tenido: sacarla del país.

Los ministros, muy serios, le dijeron que no. El caso era distinto. La otra era extranjera; ésta era española y estaba amparada por las leyes del Reino. Tenía que arreglárse­las él solo.

Otra vez ardió en furia don Amadeo y pronunció, entonces, una frase que en broma se repitió durante muchos años en España: –¡Este país es ingobernab­le! Se equivocaba don Amadeo. No era ingobernab­le España. Ningún país lo es, ni siquiera el nuestro en los actuales tiempos. Las que son ingobernab­les son las mujeres, criaturas misteriosa­s a las que los varones no sólo no podemos sujetar a nuestra voluntad, sino que ni siquiera podemos entender. Ellas tienen su propia voluntad y la ejercitan como lo que son: reinas de su propio arbitrio y dueñas también siempre del nuestro.

La afición a las damas no es pecado: es prueba de buena educación. Gran desacato, descortesí­a grande es no rendir a nuestras compañeras el homenaje que merecen por el mero hecho de ser mujeres, preciosa cualidad que no necesita de ninguna otra para imponerse sobre el varón (su vasallo, si sabe lo que le conviene).

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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