Vanguardia

¿Por qué no se baja de la cruz?

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Los acontecimi­entos de la Semana Santa son integrados en un proceso de tres actos: pasión, muerte y resurrecci­ón, llamado el “Drama de la Pasión”. Un drama que se representa año con año y que describe escenas, escenarios y personajes inolvidabl­es. Uno de ellos es Simón el apóstol que Jesús llamó Pedro y lo nombró el líder de su nuevo reino.

En ese drama del Jueves Santo ya nocturno, aparece Pedro siguiendo de lejos a Jesús, observando el juicio de su maestro. Intempesti­vamente aparece una sirvienta que lo denuncia como discípulo del acusado: “Tú también andabas con Jesús de Nazaret”. Pedro le responde con una frase que ha quedado grabada para la historia: “Yo no conozco a ese hombre”. Fue la primera de sus tres cobardes negaciones de esa noche.

Oír esas frases produce una sorpresa y un sentimient­o de coraje inmediato, negar al líder y desligarse de él es una traición imperdonab­le. Sin embargo, no es tan falsa la afirmación de Pedro, le faltaba conocer la otra cara de Jesús.

Él había conocido otro Jesús. Había acompañado durante tres años a un Jesús muy diferente. Un Jesús poderoso que calmaba las tempestade­s del mar, que curaba a los enfermos y resucitaba a Lázaro, el muerto de tres días. Al que tenía unos mensajes tan nuevos y tan comprensiv­os que entusiasma­ban tanto a las multitudes que se olvidaban de comer y caminaban junto con él sin descanso a lo largo del lago de Tiberíades. Al que predicó un reino sin el poder del dinero y la explotació­n del hombre, y que llenó el corazón de los hombres con los ideales del amor y la justicia para todos . Todavía hoy entusiasma este discurso.

Éste era el Jesús que Pedro había conocido y con el que había convivido. Era un triunfador, un “superstar”, humilde, pero radiante como lo vio en el Tabor y el Domingo de Ramos en Jerusalén cuando el pueblo se le entregó al hacer su entrada triunfal en la Ciudad Santa.

En la noche de ese Viernes Santo vio otro Jesús totalmente diferente: semidesnud­o, azotado, coronado de espinas, atado de manos y conducido como un delincuent­e. Pedro conocía su fortaleza verbal para defenderse y abogar por su justicia, sin embargo, ahora lo ve silencioso, callado, humilde ante la humillació­n, obediente ante la condena. Pedro tiene toda la razón para decir: “No conozco a este hombre”, no es el que he seguido y me ha entusiasma­do.

A Pedro le llevó vivir una gran crisis para reconocer a su maestro, a integrar el ideal de Jesús con su realidad de sufrimient­o. Hoy a los cristianos nos sucede igual. No reconocemo­s al Jesús real escondido en los pobres, enfermos, en las tragedias de los desemplead­os y explotador­es, de los corruptos y mentirosos, de los que traicionan y venden su conciencia por hambre, angustia o abandono.

Hoy a muchos cristianos les sucede lo que a Pedro. Les atrae la Iglesia de las Basílicas seculares, la riqueza cultural y espiritual acumulada durante siglos, la belleza de su liturgia y sus coros, los hospitales y escuelas diseminada­s por todo el mundo, los ideales tan profundame­nte humanos incrustado­s en su fe y en su moral, todo eso es el rostro del Cristo transfigur­ado. El otro rostro de Cristo-iglesia desfigurad­o, sanguinole­nto, escupido, condenado, el rostro del sufrimient­o y de la injusticia, el rostro del pecado de la Iglesia que provoca el desconocim­iento, la negación y la huida. “Yo no conozco esa Iglesia”, repiten de nuevo y se quedan con un Cristo ideal, dejando al Cristo real que sufra solo su pasión, su pecado y su muerte.

Los cristianos seguimos siendo unos personajes del “Drama de la Pasión” de Cristo.

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JAVIER CÁRDENAS

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