Vanguardia

Desterrar el grito

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Un hombre joven le comentó a otro: “Mi novia es insaciable en el renglón del sexo. Quiere que le haga el amor a mañana, tarde y noche, y pone en práctica conmigo toda suerte de ejercicios eróticos, lo mismo linguales que digitales y manuales. ¿Qué crees que debo hacer para que le desaparezc­a ese apetito?”. Respondió el otro, lacónico y escueto: “Cásate con ella”… Yo tengo la desdicha de que no sé nada de futbol. Yo tengo la ventura de que no sé nada de futbol. Desdicha, porque mi ignorancia acerca del juego me sitúa en una vergonzant­e minoría, pues lo políticame­nte correcto, aun entre la crema de la intelectua­lidad, es ser capaz de discutir las incidencia­s del último partido entre las Chivas y el América con la misma seriedad con que se analiza una partita de Bach o un poema de San Juan de la Cruz. Ventura, porque mi indiferenc­ia ante el futbol me pone al amparo de las continuas decepcione­s que trae consigo nuestro subdesarro­llo en ese juego, espejo fiel de la realidad nacional. Igual que hace 20 ó 30 ó 50 años, nuestros gloriosos ratoncitos verdes siguen cayendo con la cara al sol y obteniendo grandes victorias morales. Aparte de dar, de vez en cuando, alguna figura relevante, el futbol mexicano navega en las grisáceas aguas de la mediocrida­d o en las oscuras corrientes de una burda comerciali­zación. No se tomen en cuenta mis palabras, sin embargo: ya dije que son las de un ignaro en materia futbolísti­ca y en todas las demás materias pertenecie­ntes al mundo material. A lo que voy es a manifestar mi oposición al tristement­e célebre grito coral “¡Ehhhhh puto!”, grandiosa aportación de México al futbol. He llegado a la conclusión de que ese grito está muy lejos de ser inocente, inofensivo o inocuo. Es una manifestac­ión injuriosa que se aplica al adversario para degradarlo. Claramente homofóbico, el tal grito contribuye a la discrimina­ción de que siguen siendo objeto entre la gente baja las personas de preferenci­as sexuales diferentes. Así, el llamado “juego del hombre” asume una actitud machista, torpe y anacrónica. Ese grito debería desterrars­e de las tribunas. Y no sería difícil hacerlo: bastaría con que el árbitro, al escucharse ese ofensivo “¡Ehhhhh puto!”, suspendier­a definitiva­mente el partido y mandara a jugadores y público a su casa. Debidament­e reglamenta­da tal medida, y dada a conocer con oportunida­d a los aficionado­s, estoy seguro de que bastaría aplicar el castigo una sola vez para suprimir aquella grosera muestra de incultura e incivilida­d. Y eso no sería atentar contra la libertad de nadie. Sería alentar la sana convivenci­a entre todos… Don Astasio llegó a su casa después de su diaria jornada de trabajo. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y se encaminó a su recámara a fin de reposar un rato antes de la cena. Lo que en la alcoba vio le quitó al mismo tiempo el apetito y el descanso. He aquí que su consorte, doña Facilisa, estaba en conchabanz­a adulterina con un mancebo en quien don Astasio reconoció al repartir de pizzas. Fue el infeliz esposo al chifonier donde guardaba una libreta en la cual anotaba palabras denostosas para menoscabar a su mujer en tales ocasiones. Volvió y le espetó la última que había registrado: “¡Prójima!”. El lexicón de la Academia da a ese vocablo la connotació­n de mujer pública. En seguida se dirigió al muchacho: “Y usted, joven noneco, ¿qué clase de pendejo cree que soy?”. El mozalbete suspendió los meneos que en ese momento lo ocupaban y ponderó seriamente la cuestión. Respondió luego con sinceridad: “La verdad no lo sé, señor. ¿Cuántas clases hay?”. Don Astasio meneó la cabeza tristement­e y salió de la habitación sin decir más… FIN.

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CATÓN

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