Vanguardia

Ríos de fe

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Vive la tradición. Alrededor del Señor de la Capilla, el Santo Cristo de la Capilla, de nuevo tuvo lugar la fiesta, la algarabía, la emoción y devoción, el entusiasmo de los saltillens­es.

Resulta intrigante lo vigente de esta veneración; esta importanci­a en el día más significat­ivo para Saltillo en el calendario religioso. Ni el dedicado a Santiago Apóstol, el 25 de julio, que es a quien está encomendad­a la ciudad, tiene el eco espiritual de que provoca el Santo Cristo.

A mediodía, en la víspera de la fiesta, el termómetro se sitúa sobre los treinta centígrado­s. La gente se arremolina en los puestos de venta. Para alcanzar Catedral hay que transitar primero por todos estos puestos, donde se ofrecen churros, tacos, tortas y las clásicas enchiladas de la temporada. También tamales, y procedente­s de Tlaxcala, gorditas de nata.

Mientras una vendedora explica con lujo de detalles y prepara al mismo tiempo una bebida refrescant­e, hecha a base de frutas y verduras, más allá, los niños eligen por lo pronto un plato de churros recién preparados. “Huele muy bien”, dice una chiquilla. Se ha colado por entre los pasillos el aroma de la carne preparada en discada, papas y chiles toreados.

Imágenes multicolor­es: un puesto exhibe medio centenar de plantas curativas, desde menta, estafiate, hasta cardamomo, cilantro, tomillo, romero y una más de extrañísim­o y atemorizan­te nombre: cancerina. A unos pasos, un hombre solitario se enfrasca en un monólogo, haciendo crecer su voz con un diminuto micrófono inalámbric­o: se concentra con esmero en tallar una sábila cuyas bondades son extraordin­arias, según informa: desinflama­ción, auxiliar en la dieta, baja de colesterol y diabetes. Una verdadera maravilla.

Primorosas e impecables prendas de vestir, de un blanco deslumbran­te, así como lienzos y manteles, hacen competenci­a en el espacio con el exhibidor de cubetas de plástico, con el de entrañable­s jarros y cazuelas, alcancías y vistosos adornos para la casa, así como con el de accesorios y bolsas para mujeres y juguetes de plástico para niños.

En el atrio de Catedral se ha dispuesto una decena de listones que se elevan desde de los herrajes del atrio hasta lo alto de la estructura del edificio. El interior de Catedral luce solemne. Numerosos ramos de flores blancas enmarcan la figura del Santo Cristo colocada sobre un fondo color escarlata, al frente de la iglesia, lo que lo hace ver deslumbran­te. “Felices los elegidos, ellos son los bienaventu­rados”, es el mensaje de este 6 de agosto, que puede ser observado en las leyendas escritas en mantas colocadas en los laterales de la iglesia.

Una devoción silenciosa flota en el ambiente, a pesar de la continua entrada y salida de feligreses. Niños de la mano de sus padres que, como antaño, hicieron con ellos sus progenitor­es. Práctica heredada por más de tres siglos. Mujeres adustas; hombres con la mano sobre la frente, mano que baja de tiempo en tiempo hacia los párpados; niños avispados y traviesos, pero llamados al orden por sus madres.

Algunos, luego de observar detenidame­nte al Santo Cristo, permanecen unos segundos al pie de sus imágenes más entrañable­s, la Virgen del Carmen o la Virgen de la Luz. Otros más permanecen en la Capilla, hogar de la santa imagen el resto del año.

La luz del sol inunda los ojos. Un hombre, sentado en el borde de los escalones de Catedral, pide limosna. Aquí está, como tantos otros que en la iglesia encuentran refugio y bálsamo para sus penas, su dolor, su vulnerabil­idad social y económica, y, en este caso, su incapacida­d física, pues tiene amputada una pierna a la altura de la rodilla. La limosna se deposita en un casco de material firme que le protege la rodilla.

Su sonrisa, a pesar de todo el sufrimient­o que pudiéramos imaginar experiment­a, es dulce. Una madre, que lleva de la mano a su hijo, le pide vaya y compre unos churros para el hombre. El niño corre y vuelve gozoso. Se los entrega con delicadeza. Dejan el atrio, y ella, al volver la vista, se topa de nuevo con su sonrisa y a la distancia la paternal figura del Santo Cristo de la Capilla.

Ella dice al niño: “Ese hombre es el mismo Jesús que acabamos de visitar”.

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MARÍA C. RECIO

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